Los gobernantes han escuchado a los científicos y expertos en salud para enfrentar la crisis sanitaria, y hacen lo correcto al decretar medidas de restricción de movilidad como el aislamiento obligatorio o la cuarentena. La distancia social es crucial para desacelerar el contagio del virus, y con ello evitar que el sistema de salud colapse por no contar con los recursos suficientes para atender a los enfermos de gravedad.
Es claro que los gobiernos que han adoptado las medidas están salvando vidas. Sin embargo, esta medida deja sin amparo a cientos de miles de personas en el mundo, y pone en evidencia las grandes falencias que tienen los modelos de ciudad que hemos construido.
Grupos sociales como los habitantes de calle, vendedores informales, migrantes y mujeres en condición de explotación sexual, entre otros, son objeto de atención prioritaria durante la pandemia debido al alto riesgo que presentan de contraer y contagiar el virus. No obstante, son poblaciones que no han sido nunca una preocupación para el Estado, según nos deja ver la falta de políticas públicas que se orienten hacia su bienestar.
La única razón por la que en este momento hay refugios y controles hacia la salud de estas poblaciones, es porque constituyen focos de riesgo para el resto de la población. Por estos días abundan en las ciudades de todos los países decenas de planes de contingencia para las personas en situación de calle (PSC), algunos más ortodoxos que otros, pero todos dejan ver la misma escenificación: No existen políticas para salvaguardar la vida de esta población.
Sin pretender que en Colombia el coronavirus se convierta en una justificación para orientar el timón hacia un Estado más paternalista y asistencialista que el que actualmente tenemos, la pandemia prende las alarmas sobre lo que debería conformar el esquema de protección del Estado, sobre todo en cuanto a personas en situación de calle se trata. A pesar de las advertencias de la Sentencia C-043 de 2015 de la Corte Constitucional, las instituciones sí cosifican al habitante de la calle y no lo protegen, toda vez que no se están generando condiciones de vida dignas para ellos, bajo el supuesto de que quienes optan por la vida en calle contravienen el orden socialmente establecido y por ende no son sujeto de derechos.
Repensar la política pública para las personas en situación de calle es una “urgencia manifiesta” para los gobiernos hoy, no solamente garantizar la celebración de contratos mediante la modalidad de contratación directa, como parte de la reacción gubernamental que reclama con vehemencia la ciudadanía para enfrentar la pandemia.
Generar las condiciones de vida dignas y el acceso a servicios básicos, tanto para la población que optó por la vida en calle, como aquellos que quieren salir de ella, debe convertirse en uno de los primeros proyectos de nuestras sociedades, durante la fase de recuperación ante la emergencia de la COVID-19, si queremos impulsar formas de gobernar que realmente resuelvan situaciones y mejoren la calidad de vida de sus ciudadanos, en vez de simplemente dar la sensación de estar solucionando.
No basta con desarrollar medidas de prevención frente al fenómeno, se requieren acciones afirmativas para restablecer el sinnúmero de derechos que día a día son vulnerados a esta población, sobre todo, teniendo en cuenta el desconocimiento frente al hecho de que experimentan una situación donde son víctimas y victimarios a la vez, debido al entorno que se configura a su alrededor, y en el marco de la convivencia ciudadana.
Que la emergencia por la COVID-19 sea la excusa para perfeccionar nuestros modelos de gestión gubernamental y para dar prioridad a lo verdaderamente importante: La política social bien ejecutada y representada en el acceso a servicios básicos, la salud, el campo como fuente de desarrollo social, y la educación.