Con un tono de sarcasmo utilizado como crítica a los desvíos de la política en el país, el dirigente liberal Darío Echandía, quien mereció el reconocimiento de maestro por sus saberes, soltó esta pregunta desde la tribuna pública: “¿Y el poder para qué?”. La puso a consideración, sobre todo, de quienes tenían el manejo de la nación desde el poder. De los servidores del gobierno en sus diferentes categorías, de los patrones adueñados de la economía, de los jefes de los partidos con dominio de opinión, de los propietarios de la tierra, adueñados sin suficiente legitimidad de una fortuna generadora de desigualdad y de pobreza en contravía de las posibilidades productivas. En fin, una pregunta abierta a todos.
¿Pero qué importancia tenía dilucidar ese requerimiento de Echandía? Poner en claro la función de gobernar, ante los desatinos recurrentes en Colombia que se traducían en violencia, discriminaciones de todo orden, desconocimiento de los derechos sociales, sectarismo partidista, autoritarismo, intolerancia, déficit en la educación y la salud, atraso en el desarrollo nacional en cuanto a su estructura funcional. Los partidos se habían agazapado en intereses particulares, ajenos a los que tenían que satisfacer las necesidades colectivas. El país estaba también sumido en la confrontación bipartidista, manejado a sangre y fuego por bandas beligerantes patrocinadas por gamonales diestros en el abuso del poder. Se había impuesto una sentencia a muerte contra los que no comulgaban con consignas de barbarie del régimen oscurantista que manejaba las palancas de mando.
Entonces se agudizó la fractura de la nación y las tareas de construcción de un Estado representativo de todos los ciudadanos fueron relegadas y se impuso la persecución atizada por el odio. Todo ese revoltillo, a pesar de la sanación asignada al Frente Nacional para que los partidos se reconciliaran, sigue pesando en el entramado político nacional, emparentado con las corrientes devastadoras del conflicto armado.
La verdad es que en Colombia el poder no ha estado en función de su población. Está utilizado para negocios de altas utilidades particulares. Los recursos públicos terminan en las arcas de la mezquina nómina. La norma constitucional según la cual “Colombia es un Estado social de derecho” no pasa de ser una noción vacía. Porque no hay una estructura de poder que lo garantice. Las apuestas del establecimiento son a la preservación de lo que no ha representado un avance que ponga fin a tanta desigualdad.
Ahora que se abrió la posibilidad de hacer reformas de fortalecimiento del Estado social de derecho se atraviesa toda la gavilla disponible para impedirlo. Porque la consigna es que nada cambie y se mantengan los privilegios a costa de la pobreza de la mayoría de colombianos.
Los gremios a través de sus mesías, los partidos con sus mafias activas, los sabios del sector académico adiestrados en la tergiversación conforman una alianza conservadurista para impedir los cambios y así hacer del poder un instrumento conformista con el atraso, con la violencia, con el abuso, con la corrupción, con todo aquello que no sea una apertura al cambio.
Puntada
Los elegidos para las funciones de gobierno deben pensar seriamente en el compromiso que asumen y ser inquebrantables en la voluntad de acertar con excelencia en la gestión que les espera.
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