Ciudad y agua, un binomio tan viejo como la civilización. Ciudades asentadas a las orillas de mares, lagos y ríos, desde siempre han reivindicado que no hay vida sin agua -para beber, para cultivar, para generar energía (la otra condición para la vida), para transportarse, para simplemente descansar y conversar -. En sus orillas, ciudad y naturaleza se entrelazan, pudiendo propiciar una reconciliación que buena falta le hace hoy a la posibilidad de la continuidad de la vida.
Pienso esto observando la triste situación presente del río Manzanares que atraviesa a Santa Marta, en su corto recorrido de la Sierra Nevada al mar; y en ese paso pierde su alma nacida en la nieve de la Sierra y llega al Caribe convertido en una triste e innecesaria mezcla de alcantarilla y basurero. De río solo le queda el nombre y una vieja cumbia.
Y llama la atención, mejor sería decir, desentona su estado actual al atravesar una ciudad, donde se ha ido imponiendo el civismo: calles limpias, donde en el fresco de la mañana la gente barre el frente de sus casas; una tarea de aseo de calles y espacios públicos que culmina un contratista privado, modelo de eficiencia que nadie esperaría encontrar.
Santa Marta es hoy un ejemplo para ciudades de más peso y riqueza pero que no les llegan a los tobillos a los samarios con su cultura ciudadana - no es sino ver sus cifras de contagios y fallecimientos por la pandemia, impactantemente buenos, en una ciudad pobre con altísimos índices de pobreza de su población-. Para rematar, una ciudad que recuerda a Valledupar por la arborización en su centro y en los barrios de clase media; los pobres en las laderas invadidas, sin vías ni sombrío, ni agua.
Y la recuperación del río y de su ronda no es un proyecto faraónico de grandes inversiones y obras, sino de reconocimiento de su significado e importancia para aprovechar esa cultura ciudadana orientándola a reconocer - literalmente, a volver a conocer su río - para rescatarlo de un viejo e injusto olvido. El Manzanares recuperado le daría a la ciudad y a los samarios, tantas veces vilipendiados, un mérito adicional en términos de su civilidad y organización.
Entiendo que siendo alcalde Carlos Caicedo, el actual gobernador tenía adelantado el primer y fundamental paso, el que vale una plata, reubicar las familias que hace años invadieron la ronda del río, pero de Bogotá ordenaron reorientar los dineros a la construcción de viviendas para víctimas desplazadas por la violencia; gestión válida pero que no debía sacrificar otro proyecto necesario.
Algunos dirán que habiendo tanta necesidad, recuperar un río y pequeño, es un lujo. Están equivocados porque generar en concreto una cultura de respeto y conservación del agua y de la naturaleza en general, se volvió un imperativo y no un lujo. Recuperar espacios que además son sociales y enriquecen de muchas maneras a una comunidad que tiene arraigo e identidad y respeto por lo público, sentimiento bien extraño entre nosotros, tiene todo el sentido aunque no sea espectacular, o especialmente por serlo. Lo que acá vale no es la magnitud de la realización, es su significado.