Leer es parte de mi genética, de mi evolución, de cultivar un talento que, a pesar de ser subnormal y sencillo, me ha permitido imaginar -aventurar- dimensiones superiores a mis propias capacidades.
Debo todo a la lectura porque, a la vez que me hizo más humano, originó en mí los sueños más bonitos que he tenido, de los cuales aún vivo y, además, me mantienen en permanente y exquisita unión con el estudio.
Contemplar mis libros es una emoción que me inspira a sentirlos parte de mí, porque en ellos se halla la razón de haber superado mi fragilidad, mis complejos y tantas adversidades, con una vocación académica que -creo- me salvó de sucumbir en la superficialidad cotidiana.
Y cuando aprendí a leer a los clásicos, me enamoré de ellos, de su profundidad, de su antigüedad, de esa cultura maravillosa que me aporta grandiosas opciones para ir más allá de mi escasez intelectual.
No leo autores modernos -no soy capaz- porque no poseen la hondura de los clásicos ni me enseñan y, menos, me estremecen: por eso repaso y repaso los antiguos y, ello, me ilustra nuevos y generosos propósitos de investigación.
Así, espontáneamente, voy a darles parte de mis autores favoritos, Homero, Platón, Virgilio, Balzac, Flaubert, Mann, Dostoievski, Dumas, Dante, Shakespeare, todos los de la antigüedad, la edad media y el renacimiento, en fin, la genialidad del mundo, hasta llegar a la cumbre de la literatura: Jorge Luis Borges.
Epílogo: La salvación de la humanidad está en el rescate de la lectura clásica, en una especie de Renacimiento, como aquel del siglo XV…