De las notas de su piano se colaban los recuerdos en un baile cadencioso y lento, en el roce de unas manos enamoradas, en una historia susurrada al oído, en versos bonitos suspendidos en una partitura.
Manzanero era capaz de hacer del viento la huella de una mirada, de los pájaros los ojos del pensamiento, trazar la ruta del sol, o de la luna y sublimar la delicia del amor en una metáfora, así como en “Allí, donde todo lo puedo, donde no hay imposibles…”
La emoción de su música fascinaba, era algo así como imaginar los recodos de un camino de estrellas, para acariciar la sugerencia callada de un bolero cuando aventuraba, en andariega lejanía, por las callejas del infinito.
Su inspiración paseaba los sueños en una especie de ilusión secreta, con aquella magia que nos hace aprender de la nostalgia a suspirar con besos, luceros, flores o grutas, en una melodía de azul ensoñación.
El bolero languidece y, con él, la esperanza de rescatar la luminosidad espiritual que yace ahora –silenciosa- en el fondo del alma, porque los compositores están muriendo y no hay espejos que retengan su imagen.
Quedan los ruiseñores, los árboles, las mariposas, el golpeteo de los carpinteros, la belleza de una mujer, una sonrisa dibujando la mañana, todo lo que la música deslizaba en palabras para vibrar en el corazón y acudir ansiosa al llamado de la noche, desde las rendijas de la ternura…Queda Manzanero vigente en un sollozo de campanas que repican desde los sueños.