El mar es un espejo celeste en el que uno se mira con los ojos bajitos, con aquella intención de contarle sus secretos, o hallar una intuición bonita para unirse a las caravanas de peregrinos de sueños. ¡Así es el mar!
En él se reflejan los suspiros, los recoge, los siembra en los corazones, los engendra en amores, en sentimientos, con un encanto que susurra ilusiones y las hace gorjear -como los pájaros-, cuando sobrevuelan su hermosura.
Sugiere milagros que se hilvanan sutilmente en la consciencia, hasta tupir los hilos finos de un tejido romántico que cose nubes, alarga huellas de gaviotas y congrega los atardeceres en un solo horizonte.
La brisa andariega del mar aloja las miradas, la soledad de los pensamientos que pasean por las orillas, y toda su magia la repite dondequiera que hay una playa, unas luces titilando o una casita con ventanas de madera.
Y se multiplica en los rincones del mundo, en cada beso enamorado, en el eco del infinito, en la sonrisa de una mujer tierna -con trenzas-, en un viejo, o un niño, mirando cómo conversan entre sí las proas de los barcos.
Asoma una vieja botella que recuerda un amor perdido y cuenta, en un papel arrugado, la historia de un romance que se fue detrás de los remos de las canoas, cantando una nostalgia. ¡Así es el mar!
(Aunque hace mucho no voy, lo tengo a mi alcance en los autores que leo: en cualquier momento, me remiten a su esplendor de lejanía, a sus enigmas, como la aurora o el crepúsculo, que abren y cierran los colores del arco iris).