Nuestro coterráneo Francisco de Paula Santander expresó alguna vez que los llamados a gobernar eran los señores de la clase alta y adinerada por dos razones: primero, tenían la preparación, y segundo, porque al ser acaudalados, no tenían ni la necesidad ni la tentación de apropiarse del erario. El que entendió, entendió.
Aunque se ignore o se oculte esa apreciación de Santander, la verdad es que en Colombia ha sido regla, con pocas interrupciones, en los altos puestos.
Al menos hasta el año 2007 se cumplió el vaticinio de que los gobernadores salían del Club del Comercio de Cúcuta. Ello hacía alusión a que, si no se ostentaba determinado apellido, de los reconocidos como ilustres a través de las centurias, era impensable que alguien fuera de la élite llegara a sentarse en el sillón del palacio de la Cúpula Chata. Sin embargo, la tradición y la profecía se rompen con la irrupción de los hijos de familias humildes asentadas en barrios de estrato social bajo, propiamente de la populosa ciudadela de Juan Atalaya. Tal fue el caso de William Villamizar Laguado y Edgar Díaz Contreras.
En ese momento las campañas políticas ya valían inmensas fortunas. Los nuevos protagonistas, aunque de origen modesto – para usar un eufemismo –, pudieron competir y disputarle las preeminencias a la antigua plutocracia. Tenían cómo y con qué. Atalaya, con su inmensa votación, pondría por primera vez a uno de los suyos en el mando del departamento. La clase rica había claudicado. Ahora entraban a jugar otros ricos, más ricos que los ricos tradicionales. Incluso, algunos apellidos se quedaron con el puro brillo, poca plata y cero influencias políticas.
Igual ocurrió con la alcaldía de Cúcuta. Los alcaldes no volvieron a ser barajados entre wiskis en los elegantes salones del club sino en las calles terrosas y las viviendas míseras. El excura Pauselino Camargo inauguró la era de los burgomaestres sin abolengos en el año 1995.
Hubo un interregno, luego de Pauselino, con figuras prestantes y otras no tan prestantes en el palacio de la calle 11, hasta el año 2004, en que vuelve a irrumpir la clase pobre con Ramiro Suárez Corzo, pero ya convertido en multimillonario y líder por encima de muchos jerarcas políticos. Repiten los humildes con María Eugenia Riascos, quindiana, exfuncionaria del exalcalde santandereano, y salta luego otro discípulo de este, escudero y subalterno, Cesar Rojas Ayala.
Dos de estos alcaldes netamente populares tuvieron un final aciago: a Pauselino Camargo lo asesinaron las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) – llamadas paramilitares - al acusarlo de pertenecer al grupo terrorista autodenominado “Ejército de liberación nacional” o Eln, y Ramiro Suárez fue condenado a pagar 27 años de prisión por hallársele comprometido en el homicidio de un asesor jurídico suyo, el doctor Alfredo Enrique Flórez.
En la contienda de octubre de este año el imperio del exalcalde hoy preso en la Picota de Bogotá continuará, según todas las cábalas, al imponer como gobernador a Silvano Serrano, y a Jorge Acevedo como alcalde de Cúcuta, ambos sus fieles peones.
Atalaya derrotó - y al parecer, para siempre – al Club del Comercio.
Sirva esta recapitulación y somero análisis para futuros ensayos históricos, políticos y sociológicos.
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