Luego de la “Gran Guerra” de 1914 y como consecuencia del reordenamiento drástico del orden mundial que esta trajo, se vivieron años complejos, apasionantes y definitivos para lo que vendría. Atrás había quedado el viejo mundo del esplendor burgués decimonónico y se abrieron horizontes que pondrían en juego el sentido y posibilidades de la democracia construida desde la Revolución Francesa, estructurada en torno a partidos fuertes que, con el voto ciudadano, los representaban en el Congreso, el escenario por excelencia de la vida política y de las grandes decisiones que concernían a la suerte del conjunto de la sociedad.
El Estado había quedado reducido al mínimo necesario para su permanencia, y la dinámica económica provenía de las fuerzas del mercado. La guerra termina con los grandes imperios, el ruso, el otomano y el austrohúngaro, y deja heridos de muerte al inglés y al francés, que recibirán su tiro de gracia al final de la otra guerra mundial. De las cenizas de ese viejo mundo y de la crisis que desata, surgirán los dos totalitarismos del siglo XX, el socialismo estatista de la Unión Soviética y desde la extrema derecha, el fascismo y el nazismo.
Hoy, en condiciones muy diferentes pero igualmente radicales, vuelve a vivirse un cuestionamiento mundial, con sus diferentes variantes. Del ordenamiento salido de la II Guerra Mundial, se tiene en el banquillo a la democracia como la hemos conocido. El escenario es ahora más difuso si se quiere pero no por ello menos radical. El presente es resultado de la forma del capitalismo dominante, donde prima el afán de concentrar lo existente antes que innovar para generar alternativas; es tiempo de fusiones y de compra de empresas, no de creación de nuevas. Al orden del día está la competencia a partir de consolidar el mayor poder relativo, para sobrevivir en una jungla sin sentido económico ni propósito de sociedad. Dinámica perversa y destructora, movida, alimentada y usufructuada por el sistema financiero. Vivimos la era del capitalismo financiero; basta con mirar a nuestro alrededor.
Esta dinámica económica se desarrolla y se alimenta en un contexto de globalización, comparable en muchos aspectos al existente cuando la crisis de hace un siglo. Su principal resultado, una actividad económica “sin fronteras”, generadora de una concentración histórica de la riqueza a nivel mundial y al interior de las diferentes economías nacionales, que superó la capacidad del viejo estado nacional, impotente frente a un megapoder económico sin nacionalidad.
Estas realidades han llevado a que, como lo afirma el sociólogo francés Pierre Rosanvallon, la democracia no esté cumpliendo con su promesa de que cada persona encuentre su lugar en la sociedad; solo logra la profundización de la desigualdad. La experiencia histórica enseña que en las sociedades, las gentes aguantan y hasta se resignan con la pobreza cuando ésta es más o menos general, pero que se revelan frente a las desigualdades, sobre todo cuando estas avanzan al ritmo en que lo hacen actualmente.
Vivimos la crisis no de la democracia sino de sus instituciones, en una sociedad donde se perdieron los vínculos sociales que le dan su coherencia y cohesión. Esta es la era de las sociedades fragmentadas, para regresar al análisis de Rosanvallon, donde priman los elementos que diferencian e individualizan y no los que unen e identifican, aupados por el derecho postmoderno a la diferencia.
Basta ver en las marchas y acciones ciudadanas de los últimos meses y no solo en Colombia, la pluralidad de demandas, con alta prevalencia de jóvenes desligados de ese pasado que muere y de clases medias que buscan nuevos horizontes para consolidar sus avances que el nuevo -viejo régimen- no les asegura. Esa pluralidad de reclamos los une el rechazo a la desigualdad reinante nacida del no reconocimiento de sus derechos.
Es un reclamo a ser escuchados a la par que la decisión o al menos aspiración de cambiar la vieja política donde el político es su actor principal, para entrar a ejercer directamente sus derechos como ciudadano, consecuencia de su pérdida de confianza en los políticos como sus representantes, al considerar que salvo excepciones, abandonaron la defensa y representación del interés general, el de los ciudadanos, por los suyos y los de sus cercanos. Sin duda la democracia está en crisis pero es la oportunidad de vigorizarse y transformarse para abrigar los desafíos y posibilidades que traen los tiempos. Como ocurrió hace un siglo.