Una sociedad debe ser como las madres buenas de antes, que tenían la magia de decidir las cosas en el vaivén bonito de una mecedora, después de hacer los oficios de la casa y apertrechar a la familia de la posta del bien común.
Y hacer real su fantasía circular de vivir con leyes naturales sanas, con la mirada puesta en ese refugio que espera lejano en el silencio de las estrellas, cuando el tiempo sereno refleja su crepúsculo en los ojos color de luna de los niños.
Merece amarse a sí misma, para avanzar al horizonte con la nitidez pura de la convivencia, engendrando y cultivando -a la vez- la semilla de la paz en su seno, con prudencia, sabiduría y humanismo.
Así, desde su condición sagrada de ser el hogar de todos, inspirará valores que configuren la ética de la dignidad y la esperanza, con una mística azul descendiendo de la bondad, para nutrir el alma de piedad y de moral.
Y, en una ronda de manos, invocará la solidaridad y la unión, para tejer una bandera de armonía, dibujando las ilusiones del nacer de los días, así como lo hace el tono de la luz en torno a la aurora.
Mientras la madre duerme en su silencio, desde la quietud, surge la sombra de un sólo triunfador, el ser humano, sembrado en el mundo para renacer como fruto de la libertad y la justicia.
Los sueños bajarán de la colina de la edad recordando la fertilidad del trigo, con una sonrisa de pájaros en sus labios y una deliciosa alegría contagiada por el rumor del viento.