La hilera luminosa se siembra como una silenciosa visión de la eternidad, desprende semillas de cielo y, con su halo sagrado, nutre de encanto la belleza serena de la noche.
Así, en ese recinto sublime, las velitas bendicen las familias y, en su andariega misión, la luz abre los postigos de las ventanas sabias del alma hacia el horizonte de la esperanza.
La ruta sugiere las proporciones perfectas de la armonía y la bondad brota cariñosa, como recogiendo las aristas del infinito, para convocar la mística alrededor del esplendor de Dios.
Es un delicioso regocijo íntimo, solemne, espiritual y universal, como lo son las ilusiones depositadas en un escenario de ternura, con ese clamor que nace de la dimensión sobrenatural y se vuelve mariposas.
María y José se aprestan entonces a bendecir los hogares, a dotarlos de esa solidaridad que les hace tanto bien, a fundir las ilusiones de todos en un crisol, a abrazarlos y protegerlos con su amor.
La fiesta de las velitas convoca al refugio familiar, con una oración que emana del susurro maravilloso de las canciones navideñas y se alarga en huellas de paz, enseñándonos el camino.
¿Existe algo más conmovedor?, creo que no, porque las sombras dibujadas conforman un claroscuro maravilloso, apropiado para conducir a la santísima virgen en su maternal paseo decembrino.
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