En estos días de cuarentena, no sobra reflexionar sobre uno de los problemas más graves que ha padecido la humanidad, cualesquiera sean los períodos o regímenes políticos: la desigualdad, que parece una constante y confunde porque no sobran las justificaciones, que van desde aquellas teorías de la derecha neoliberal que cínicamente la presentan como algo natural, hasta otras que la enmarcan en razones económicas y tecnológicas, cuando la verdad es que sus cimientos son ideológicos y políticos. Este es el mensaje del economista francés Thomas Piketty, en su reciente obra ‘Capital e Idelogía’.
Sean las castas en la India, el modelo chino de desarrollo, el ‘New Deal’ de Roosevelt y su evolución en los Estados Unidos, o los viejos esquemas de nobleza, clero y burguesía, siempre cada régimen busca una teoría de la justicia para justificar las desigualdades y vender un ideal de organización sociopolítica. En la democracia liberal, que nunca ha podido conciliar sus principios fundamentales de libertad e igualdad, todo es ilusión. Entre nosotros, los mensajes maquillados del ‘Mandato Claro’ de López, ‘La Apertura’ de Gaviria, ‘Hacia un Estado Comunitario’ de Uribe, la ‘Prosperidad para Todos’ de Santos, y el ‘Pacto por Colombia’ de Duque, poco lograron reducir la pobreza en 50 años. Al contrario, las cifras indican mayores desigualdades mientras asistimos impotentes al espectáculo circense de la polarización política.
Aún en los Estados Unidos, potencia mundial y soporte principal del capitalismo salvaje, las diferencias corroboran la crisis del sistema. Tal como lo mostraba Sanders durante su candidatura, en la actualidad estadounidense el 0,3% de la riqueza le corresponde al 40% de la población, al paso que el 84% se queda en las capas altas que sólo representan el 18%. Desde luego, las desigualdades se deben mirar no sólo en cada nación, sino también en el comparativo internacional, lo cual confirmaría la tesis de Piketty sobre la crisis del capitalismo despiadado que carcome al mundo, y la necesidad de buscar una salida, que consiste en remplazarlo por un capitalismo con rostro humano mediante una acertada solidaridad internacional e intervencionismo nacional, de suerte que se pueda construir el Estado Social de Derecho que tanto predican las constituciones. Qué paradójico que los adeptos a ese capitalismo que acabó con los sistemas de salud en Italia, Estados Unidos y otras naciones, acudan en medio del Coronavirus al
Estado y sus políticas de subsidio. Nada diferente a lo ocurrido durante la Recesión Internacional de 1929.
El fracaso del comunismo, por oprimir en extremo las libertades individuales y generar la esclerosis económica, no significa el triunfo del capitalismo. No obstante, a principios de los noventa, el capitalismo internacional celebraba con alborozo el colapso de la Unión Soviética y aceleraba el ritmo del libre mercado. Las bondades de la apertura económica se exageraban en el discurso, sin que importaran las estadísticas de la pobreza en el mundo, en particular en 131 países subdesarrollados en donde un alto porcentaje de su población vivía con menos de dos dólares diarios. Había que enfatizar la derrota del comunismo. Los países de Europa del Este hacían transición desenfrenada del comunismo al capitalismo internacional de la mano de la Unión Europea que les ofrecía otras perspectivas políticas y económicas. Después de tantas décadas de opresión, cualquier cosa parecía aceptable. La globalización, versión última del neoliberalismo, estaba a la orden del día, adobada por el Banco Mundial y el Fondo Monetario I
nternacional, que recomendaban políticas de ajuste a cualquier nación con tropiezos económicos, como la disminución del Estado, la reducción del gasto social, las privatizaciones, la eliminación de aranceles, y la devaluación monetaria, entre otras.
Los países de América Latina, que tenían una deuda externa de 27.000 millones de dólares en 1970, y que la habían visto crecer irresponsablemente a 235.000 millones en 1980, y a la extravagante suma de 476.000 millones de dólares en 1990, recibían la misma fórmula. Las cifras actuales muestran que la deuda de América Latina, que se incrementó en un 80% desde 2009, supera ya los 1,4 billones de dólares, correspondiéndole a Colombia 134.000 millones de dólares.
Un poco de humanismo nos tiene que motivar para erradicar las desigualdades y construir un capitalismo social. Parodiando a Gandhi, diríamos: ‘Colombia proporciona sufcientes recursos para satisfacer las necesidades de todos sus hijos, pero no la avaricia de cada uno’.