Una imaginación reflexiva sólo la logra uno cuando viejo, para explicarse cosas y deducir que su desfase en la vida fue querer estar antes del día siguiente en todo, sin haber depurado -lentamente- los crepúsculos.
Y que cuando está preparado para corregir su destino, es tarde y, aunque comprende que el suyo no era mejor, o peor, que el de otros, sino el que le tocaba, debe añorar lo que pudo ser, o retocar un poco las imágenes del pasado.
Yo, por ejemplo, lamento no haber sido pescador, cura misionero o maestro de un pueblo chocoano cerca al mar, y haber aprendido -únicamente- las lecciones de Borges o del eco del suspiro universal en una sonata para piano.
Pero me he acostumbrado a imaginar recuerdos, o a crear otros en mi alma, y por eso elaboro relatos de lo que me han enseñado los sabios y los músicos, para abrir el horizonte azul al laberinto de mi libertad.
No sé qué hubiera hecho sin la poesía, la música y la pasión de estudiar, sin el refugio de mi intimidad, para esconderme en la madrugada a escuchar los rumores bonitos de la sombra del mundo y escribir la historia de mí nostalgia.
Eso me ha permitido proteger mis sueños originales y mantener la costumbre de conservar, en la memoria buena, la belleza de los momentos ingenuos, los que retornan mansos al pensamiento para hacer conjeturas románticas.
Esa vocación, aunque tardía, me inspira a recuperar - de mentiras- algo que fue mío y no supe defender, a mirarlo en un espejo retrovisor para ganarle la partida, por instantes, al vacío y volver a soñar con la plenitud de mí esperanza.