En esta semana, se supo que Karen Váquiro suscribió 24 contratos por $1.225 millones con distintas entidades públicas, la mayoría después de que su esposo, Andrés Mayorquín, asumiera el cargo de asesor de la jefe de gabinete de la Presidencia.
El caso puso de nuevo en discusión el monumental problema de corrupción que azota al país, considerado por muchos ciudadanos como el principal. Me atrevo a proponer algunas ideas.
Empecemos por lo obvio, el tamaño del Estado. Entre más grande y más funciones asuma, más corrupción habrá. Un Estado más pequeño, más eficiente y menos entrometido, disminuye mucho los riesgos.
Sigamos por la hiperinflación legislativa. Acá hay normas para todo, desde leyes hasta ordenanzas municipales, que pretenden ordenar los más nimios detalles de la vida en sociedad. Detrás de cada regla hay un burócrata encargado de supervisar su cumplimiento y, también, el riesgo de una coima en relación con su decisión. Desregularizar la vida social y la economía tanto como se pueda reduce el peligro corrupto.
La impunidad es un aliciente formidable para los delincuentes y no es distinto para los de cuello blanco. Aquí los bandidos saben que la posibilidad de que los capturen es muy baja, de que si los capturan los priven de libertad aún menor y minúscula de que llevados a juicio sean condenados. Y ni hablemos de las sanciones domiciliarias. Sin administración de justicia eficiente la lucha contra la corrupción será siempre fallida. Ni hablar de lo que ocurre, el fatal mensaje, cuando son los magistrados y los jueces los bandidos. O hacemos esa reforma urgente a la justicia o estamos perdidos.
Eliminar las Contralorías departamentales y municipales es poco popular, en particular entre los políticos, pero indispensable. Esas Contralorías no solo no protegen los recursos públicos y son paraísos clientelistas, sino que con frecuencia son cómplices de los corruptos. Al mismo tiempo que hay que cerrar esas costosísima e inútiles entidades, hay que fortalecer la Contraloría General, despolitizarla y tecnificarla.
En Colombia la contratación pública asciende a los 150 billones de pesos. Incentivar los pliegos tipo en las licitaciones es clave. Esos pliegos, por ejemplo, han permitido pasar de tener entre uno y tres oferentes en los contratos de las entidades territoriales de obra pública a tener 26 oferentes. Más pluralidad, mejores precios y condiciones. Pero es absolutamente insuficiente porque apenas alrededor del 12% de la contratación se adjudica por licitación pública. El grueso se hace por contratación directa. Una reforma legal para reducir tanto como se pueda la contratación directa es indispensable.
La digitalización es vital. Reducir el contacto directo entre el burócrata y el ciudadano disminuye los riesgos de corrupción. El ciudadano debería poder hacer la inmensa mayoría de sus gestiones frente al gobierno por vía digital. Además, la digitalización disminuye el tamaño del Estado, la burocracia y sus costos. Ese es el futuro. Estonia nos muestra el camino.
Finalmente, y con la advertencia de que no abordé por falta de espacio los asuntos relacionados con las campañas políticas y el abuso del poder político, hay que traducir la indignación ciudadana en una oportunidad en la que se reconozca que el problema de corrupción es de todos y que hay que examinar no solo el comportamiento de los funcionarios públicos, sino también el de los empresarios que pagan por pecar y el de cada uno de los ciudadanos. Sin esa reflexión ética no habrá cambio normativo, institucional o tecnológico suficiente. En particular, hay que dejar la mentalidad mafiosa, la narco idea de que es posible hacerse rico de manera rápida, fácil y violando la ley. Hay que recuperar la ética del trabajo honesto, del esfuerzo y de la persistencia y la disciplina.