Con estos calores que, por esta época, nos han hecho sudar la gota gorda en Cúcuta y regiones aledañas, no puede uno menos que añorar aquellos tiempos en que el Pamplonita era un refugio de frescura.
Los cucuteños raizales, que ya andan canosos, gacharetos y cansados, pero con recuerdos vívidos, nos cuentan de los bañaderos naturales que ofrecía el río, donde había pozos profundos y azulosos, y a donde los muchachos iban los sábados, a zambullirse y a pasar tarde enteras maravillosas y a enseñar a nadar a las muchachas.
Cuentan de los paseos que armaban en graciosa manada, donde los varones exhibían sus musculaturas y las chicas sus hermosos cuerpos. Dicen que a veces llevaban ollas y panela para hacer melcochas y endulzar la tarde. Y cuentan que en ciertos atardeceres, alguien llevaba una guitarra y entonces formaban la guachafita con las Brisas del Pamplonita, Pueblito viejo, Espumas y algún bolero.
Cuando la luna comenzaba a aparecer por los lados del Tasajero, regresaban felices a casa, porque esa era la orden de los papás: “Que no los coja la noche en el río”, y a los papás había que hacerles caso. O se les obedecía, o se les obedecía. No había términos medios.
En Las Mercedes, un pueblo de calores y de aguas, también íbamos al río, pero los pozos eran exclusivos unos para las mujeres y otros para los hombres. A los varones nos estaba absolutamente prohibido llegar a las aguas de las muchachas. Y ellas no podían ir a los nuestros. De dónde venía la prohibición, si del cielo o de la inspección de policía, nunca lo supimos. Como algunos pozos quedaban cerca, a los muchachos nos tocaba mirar y pasar saliva. Poco a poco, y por iniciativa de algunas muchachas (las mujeres son más atrevidas que los hombres), las chicas se fueron acercando a nuestros pozos con nadadito de perro, y cuando nos dimos cuenta estábamos bañándonos todos en las mismas aguas, con el mismo sol y hasta los mismos jabones.
En el río sucedió lo mismo que en el templo de la parroquia, donde la nave derecha estaba reservada para los hombres y la nave izquierda para las mujeres. También fueron ellas las que se rebelaron contra la curia romana y resultaron sentándose al lado nuestro. Nosotros nos santiguábamos, por miedo al Maligno, pero en breve estábamos rezando el mismo rosario y hasta con la misma camándula.
Vuelvo a Cúcuta. Una vez me topé con un amigo, que precisamente venía de visitar al río. Traía los ojos llorosos y no se molestaba en ocultarlo. Me dijo que vivía en el exterior pero que cada vez que viene a Cúcuta, se va al río a recordar viejos tiempos, y siempre termina llorando. Porque no solamente se acabó el río caudaloso, sino también se acabaron los pescadores y las lavanderas. Se acabaron las canoas y se acabaron los panches. Se acabaron los paseos a sus orillas. Yo, que no resisto ver a nadie llorando, y menos a un hombre (“los hombres lloran como las mujeres porque tienen débil como ellas el alma”), abracé al berrietas y terminamos abrazados llorando los dos a moco tendido.
Después de un rato de lloradera, le dije:
-Tranquilo, mi amigo, que esa es la ley de la vida. Se acaban los amores, se acaban las amistades, se acaban las buenas costumbres. Se acabaron los solares y balcones. Se acabaron las serenatas. Se acabó la seguridad. Y se acabó el mar que alguna vez tuvimos.
-¿Cúcuta tuvo mar?
-Después le cuento -le digo- porque se me acabó el espacio.