Siempre he vivido de los sueños, del ritmo circular del alma, del regocijo que nos otorga el destino a los románticos, del eco de la belleza que quiere hallar un rincón donde sentarse a tupir nostalgias, como una abuela antigua.
Y he encontrado, en el silencio, que la felicidad es como esa lenta sombra que baja de los árboles y con su aliada, la soledad, rastrean aquella memoria que quiere depositarse, como estrella bondadosa, en la melancolía.
Que la paz se centra en la serenidad, en el arraigo de lazos tradicionales, el afecto y los valores, con una prudencia similar a la que acopia la nube con docilidad y la deja caer en la lluvia, después del trueno.
Que la misión es rastrear, con el recuerdo, los espacios y los tiempos nobles, buscando un refugio sentimental, más que intelectual, para imaginar el escenario del amor con una especie de arqueología evocadora.
Y que debe construirse una evolución en torno a la sabiduría, cultivar semillas de humanismo, verterlas en nuestra alforja del corazón, nutrirlas de cariño y abonar con ellas el camino a la humildad.
A veces imagino que mi lugar está en una vieja canoa que, en medio de su balanceo, mira pasar las cosas, guarecida de los peligros, y me afianzo en el anhelo de remar despacio, que es la mejor forma de esperar.
Mi canoa, de nombre Azul, permanecerá atada a su esperanza, hasta que un viejo duende le indique que es momento de partir hacia un nuevo horizonte, para invertir el espejo y cifrar, en vez de descifrar.
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