El primer inocente de la historia, según la Biblia, fue nuestro padre Adán. Lo agarraron entre la culebra y Eva, y le hicieron la judía. El pobre jamás creyó que le estaban tendiendo una trampa para agarrarlo, y cayó de una. Desde entonces, ellas, culebras y mujeres, que a veces son la misma cosa, se aprovechan de los inocentones hombres. La historia se repite, día a día. Y no aprendemos la lección.
Simón Bolívar decía que los tres más grandes bobos de la historia –es decir, los tres más grandes inocentones- eran Jesucristo, don Quijote de la Mancha y él mismo, Bolívar. Los tres se dedicaron a salvar a sus pueblos y les fue como a los perros en misa. Jesús murió crucificado por sus mismos paisanos que, cuando lo vieron solo y aporreado, le voltearon el jopo (el término es de una amiga mía escritora que siempre utiliza imágenes en su dialecto) y lo condenaron, después de haberle gritado aleluyas. Inocente, Jesús, comió coba y murió entre ladrones.
Don Quijote, soñador empedernido, se dedicó a combatir injusticias peleando contra molinos de viento a quienes consideraba gigantes enemigos. Tan inocente era el tipo, que se enamoró de una muchacha a quien no conocía, la incomparable Dulcinea del Toboso. Hoy les sucede lo mismo a quienes se enamoran por internet.
Y él mismo, Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios, de noble cuna y apellidos de fama, se enfrentó al imperio de su tiempo, con la convicción de que los pueblos lo aclamarían, sin contar con la envidia de aquellos a quienes él mismo quería liberar. Inocentón, el hombre.
Pero fue el rey Herodes el que universalizó la figura de “los inocentes”, con la matanza que ordenó, de niños menores de dos años, con la esperanza pendeja de que entre ellos caería Jesús, el recién nacido rey de los judíos. Inocente y enfermo, el monarca ignoraba que contra Dios nanay cucas. Nada ni nadie pueden contra los designios divinos. A Herodes le llueven rayos y centellas todos los años, el 28 de diciembre, fecha en que se conmemora el genocidio de niños.
Sin embargo, a Herodes debemos agradecerle la oportunidad de hacer “pegas” a los amigos y amigas. Lo malo es que uno también puede caer, por aquello de que “tú también caerás”. Aunque la costumbre se ha ido perdiendo, sobre todo en las ciudades, todavía hay gente que disfruta haciendo bromas: enviando regalos falsos, difundiendo noticias no ciertas, haciendo favores no tan favores.
Todos, unos más y otros menos, somos inocentones. Caemos en el jueguito de las rifas, de los chances y de las loterías, porque en el fondo albergamos la inocente idea de que a nosotros algún día la suerte nos ha de sonreír. Es inocente el que se casa, creyendo haber encontrado el amor de su vida. Inocente es el que cree el cuento de que lo aman por siempre y para siempre.
Inocentes los que creemos en los políticos, que nos repiten la misma historia cada cuatro años. Y somos felices creyendo lo increíble. Inocentes los colombianos que votaron por el cambio, esperanzados en aquello de que ahora sí vamos a vivir sabroso, según una frase que hizo carrera en las altas esferas.
Cuando al inocente José, su esposa María le resultó embarazada por obra y gracia del Espíritu Santo, el hombre quiso revirar, pero su inocencia pudo más y así resultó convertido en padre putativo (¡qué palabreja tan fea!). Gracias a su inocencia, los maridos tenemos un ejemplo de humildad y de santidad. ¡Ser inocentes, paga!