Cuando yo, un niño de siete años, entré a la escuela de mi pueblo, ya sabía leer de corrido. Mi mamá, a punta de amor y de correazos, me enseñó a leer y a escribir. En cambio los demás muchachos no conocían ni la “o” por lo redonda. Pronto logré fama de ser “inteligente”, y los compañeros me miraban con envidia.
Pero en las clases de aritmética mi inteligencia se derrumbaba. Había niños que se sabían las tablas de multiplicar del 1 al 10, de pa´rriba y de pa´bajo, al derecho y al revés, de seguido o salteadas. Esos eran los “inteligentes”. Yo jamás pude con las tablas. Y entonces el envidioso era yo.
La cosa empeoraba cuando en lenguaje nos tocaba recitar de memoria aquello de “Michín dijo a su mamá/ Voy a volverme pateta/ y el que a impedirlo se meta/ en el acto morirá/…” O la Pobre viejecita, o El renacuajo paseador. Allí, los inteligentes eran otros.
En otras palabras, todos éramos “inteligentes”, unos para una cosa, otros para otros. Confundíamos nosotros, y la maestra y la gente toda y hasta el cura, memoria con inteligencia. En cambio mi papá, que sólo sabía levantar paredes de tapia pisada (era un maestro albañil), nunca fue “inteligente”, no obstante que utilizaba la plomada, el nivel y la regleta para sus construcciones, y estudiaba el terreno para saber qué tanta cepa debía poner en cada caso, y sabía calcular la dirección de los vientos y la trayectoria del sol, para que la casa se beneficiara de ellos. Sin embargo, nunca nadie lo tuvo por inteligente. ¡Claro! Escasamente sabía leer, cancaneando, y no se sabía las tablas de multiplicar.
Fue mucho más tarde cuando yo aprendí, en la Normal del Instituto Piloto de Pamplona (hoy ISER), en clases de sicología que nos dictaba un negro chocoano, hombre muy culto y excelente maestro, que además vestía impecablemente, de apellido Córdoba, que la inteligencia es la capacidad para dar soluciones a los problemas y proyectar la vida hacia el futuro.
Hasta ahí todo perfecto. Como en una piñata, algunos salieron con más inteligencia que otros, para determinadas cosas. Otros salimos más bruticos, pero ahí vamos. Unos más, otros menos.
Pero algunos científicos no se sintieron satisfechos con la inteligencia con que Dios nos dotó, y empezaron por su cuenta a construir máquinas tan o más inteligentes que el hombre. Y aquí es donde empieza la puerca a torcer el rabo.
Un día le pregunté a mi hijo Gustavo Adolfo, cuál era la capital de Groenlandia. Me quedé con la boca abierta cuando vi que mi hijo tomó el celular y dijo en voz alta: “Hola, google”. Y de inmediato, la voz elegante, fina y atractiva de una mujer le respondió: “Hola, buenos días, en qué puedo servirte?” “¿Cuál es la capital de Groenlandia?”. Y en seguida, la mujer, sin dudarlo, sin titubear, sin consultar, le respondió: “La capital de Groenlandia es Nuuk”, y siguió hablando de dicha ciudad.
El cuento es que de alguna manera los humanos nos estamos quedando cortos ante las máquinas. Ya nos habían reemplazado con la fuerza y la habilidad. Pero sosteníamos, seguros, que jamás las máquinas reemplazarían al hombre porque no podían pensar. Pero ahora resulta que sí. Que sí piensan. Y con mayor velocidad que nosotros. Ahora los científicos están aculillados porque creen que muy pronto los robots llegarán a saber más que ellos. Y quedaremos en manos de las máquinas. ¿Será que nos toca enamorarnos de una robot inteligente, en lugar de una mujer bonita, pero gorda y brutica?