Se nos metió diciembre, no sé si para bien o para mal. Muchos se alegran cuando empiezan a sonar villancicos y el aire comienza a oler a hayacas navideñas. Otros se llenan de nostalgia, al recordar navidades lejanas, tal vez de la niñez y de la juventud, cuando todo era fiesta y la vida era más amable, según dicen. Y algunos, definitivamente, se declaran en contra de las fiestas decembrinas, por los gastos que llegan y no hay trabajo, o el sueldo no alcanza, o por simple amargura y resentimiento con la vida.
Dicen que las cosas son, según sean las gafas del que mira. Lo mismo pasa con diciembre. Para los niños, es la época de los regalos. El 24 de diciembre tiene la magia de reunir a la medianoche a las familias, no para darle la bienvenida al Niño Dios, ni para hacer una oración de acción de gracias, sino para recibir y abrir regalos. No importa quién los haya traído, el Niño Dios, el papá o el viejito Noel, lo verdaderamente importante es la calidad del regalo.
En mi infancia no recibí regalos. No existía en Las Mercedes, en aquel entonces, la cultura de dar regalos en diciembre. Fu un párroco, el padre Juan Ramón Cardona Madrigal, un cura romántico y soñador (fue él, quien empezó a construir un aeropuerto en Las Mercedes, algo de lo que después hablaré), quien nos llevó a los acólitos un pantalón overol, una camisa a cuadros y unos zapatos tenis. Fue el primer regalo que recibí en una Navidad. Después, año tras año, vinieron el trompo de colores, el caballito de palo y un librito de cuentos.
Para los jóvenes, diciembre tiene mayores expectativas: el enamoramiento, el noviazgo, los adelantos tecnológicos, el grado en el colegio, la carrera universitaria o el empleo abarcan las ilusiones de fin de año. Los muchachos de ahora sueñan con el celular de alta gama y la libertad de hacer lo que le viene en gana, sin que valgan órdenes ni consejos. Los muchachos de pueblo éramos felices en las novenas bailables, en los disfraces, en el montaje del pesebre junto con la novia, en el juego del beso robado, en las inocentadas del 28 de diciembre y en el paseo al río el día de los locos.
Para los entrados en años, en cambio, la Navidad tiene un significado más espiritual, época para buscar la armonía, la tranquilidad y lograr vivir en paz con los de su alrededor. Hay que dar regalos en diciembre, por costumbre o por obligación, y a veces por la satisfacción de dar.
Los de la cuarta y quinta edad (porque ahora existe la teoría de que ya la mayor edad no es la tercera, sino que le siguen otras), se supone que están por encima del bien y del mal. Ellos miran la Navidad como una época que fue sabrosa, lejana e inigualable, y la de ahora es un remedo de lo que fue la de sus tiempos, cuando se jugaba a los aguinaldos, se daban las felices pascuas y los vecinos intercambiaban natilla, buñuelos y tamales.
Permanecen algunas costumbres, como el árbol de Navidad, el pesebre, los alumbrados y la pólvora.
Yo, personalmente, soy amigo de la pólvora. Quemé morteros, eché voladores y fui amigo de las recámaras, pero no sé hasta dónde pueda hablarse de espíritu navideño al gastar millonadas de pesos en polvoradas, habiendo tanta gente necesitada, a la que se le alegraría la Navidad con una muñeca o un carrito para sus niños. ¡Ojalá lo pensaran!