Cada instante tiene dos vertientes: el pasado, una fase indescriptible del tiempo que, al desintegrarse, se incorpora a los recuerdos y, el futuro, la fantasía de infinito, magia, belleza y misterio que predice la morada azul.
Son las alternativas de la vida para ofrendar a Dios signos de fertilidad espiritual y preparar el barro de los días para cuando Él decida moldear las formas del destino, amasar las añoranzas, y protegernos con esa sombra bonita que lo hace ser bondadoso y omnipotente.
Esa cualidad valiosa de ser pretérito y porvenir, a la vez, gestionará el escenario majestuoso, el refugio de los sueños y la justificación de la existencia, en una sublimación constante de la ley natural.
El ser humano necesita vitalmente de ese ritmo, de un ritual que anticipe la emoción suprema de la vida, que aísle su pensamiento a un asueto donde se aloje la serenidad, para aprender a generar espacios imaginarios, a trenzar remansos de nostalgia bonita, a llenarlos de esa sabiduría que queda después del tiempo.
Es como crear y conservar, paralelamente, ciclos escritos en páginas que sólo uno mismo puede leer. ¡Nadie más! Y desertar -noblemente- del presente para vislumbrar la esperanza, trazar nuevos caminos y sembrar la huella que deja el alma cuando gira en torno a la eternidad.
El acierto consiste en arraigar las directrices de la propia libertad: el amor, la perfección, en fin, fecundar los vacíos de la razón y deliberar en modo universal con la inmortalidad.