El amor es un peregrino -tal vez gitano- con cayado, túnica y un surtidor que va regando ilusiones en los rincones buenos del alma, llenándolos de recuerdos, de canciones y de páginas hermosas, buscando una aurora espiritual.
Ha tejido una red de mariposas, para alojar a las que vuelan por los poros de cristal del viento e inventan rutas y colores -impecables- hacia su afinidad con el infinito y su intermediación con lo divino.
Y, cuando deja de ser ideal, pierde su encanto, porque los sueños sólo se enamoran de sueños y del esplendor de la perfección, y se cultivan en la misma esencia de la eternidad.
Abre los recintos de una morada transitoria que enciende fuegos, afanes y esperanzas que lo convierten en una bella y piadosa mentira -permeable por el olvido-, con asomos de felicidad.
Los románticos poseemos la vehemencia de imaginarlo, incluso inventarlo, en la literatura, en la música o en la filosofía, y nutrirlo de dimensiones mágicas que le permitan fluir en su propia pureza.
Sólo nos bastan la soledad y el silencio -imprescindibles- para arraigarlo a los sueños y dejarlo reposar allí, hasta que el grado de ternura comience a desvanecerse, o, hasta cuando se fugue cuando intentemos volverlo real.
El amor se aloja un tiempo en el corazón y, luego, decide partir porque -no puede evitarlo- es un aventurero que irá tras nuevas bandadas de pájaros, a perseguir anhelos e imposibles, a cruzar los hilos y los destinos de los seres humanos.