Los hechos sustanciales de esta Croniquilla son enteramente ciertos. Se han agregado algunos adobos y despistes para resguardar a los protagonistas y al autor. Entonces, al grano.
Se llamaba Flaminio; creo. Era un niño paupérrimo, alumno de la escuela pública en donde todos, democráticamente, ricos o pobres, estudiábamos.
Flaminio gozaba diciendo mentiras. ¡Quién lo viera!, pero para tramposo y embaucador nadie le ganaba. Como tampoco en lo gastador. A la hora del recreo nos convidaba para brindarnos gaseosa y confites en la tienda de don Leonardo Carrascal. ¿De dónde sacaba la plata? ¡Eso sí que era un misterio! Lo cierto es que nunca andaba pelado.
Como Flaminio tenía su peculiar estilo de andar y de hablar, lo teníamos como bobo.
Pues vean que no era tan bobo como creíamos los que nos considerábamos inteligentes. Cierto día llegó a mi casa e invitó a que jugáramos a hacer magias a los cinco o seis niños que nos habíamos reunidos allí. Entusiasmados, aceptamos. Pidió, entonces, un platón con agua. Surgió el platón, y luego nos dijo que nos sentáramos alrededor y que cada uno se llevara las manos a la cabeza. Después nos mandó a que nos arrancáramos un pelo y lo pusiéramos en el agua. “Ahora – dijo – acérquense y miren bien cómo voy a convertir los pelos en serpientes”. Todos concentrados observábamos cómo se movían los cabellos que ya los imaginábamos culebras; casi metíamos la cabeza en el platón para no perdernos la magia. Estando así, Flaminio le dio un manotazo al agua y nos lavó las inocentes caritas. El malvado se echó a reír y salió corriendo. Mientras tanto nosotros nos despejábamos del susto y tratábamos de secarnos del baño inesperado.
Pasados los años, siendo yo juez de instrucción criminal, fui comisionado para investigar un homicidio en Tibú. Recibidos unos testimonios en el despacho del señor juez promiscuo municipal salí junto con éste y mi secretario a la avenida principal, en busca de un refresco. El empleado de la cafetería nos ofreció una mesa en el andén. Sentados allí, bajo un quitasol, vimos pasar una camioneta que nos llamó la atención: último modelo y “engallada”, esto es, con lujosos accesorios o “periquitos” que llaman en Venezuela. El juez local me preguntó si conocía al conductor; le respondí que no. “Pues es de su tierra. Se llama Flaminio, y es uno de los mayores ganaderos de esta región”, replicó el colega.
“¡Flaminio, el bobo del pueblo! ¡No puede ser!”, exclamé.
El cuento no termina ahí. Un hijo de Flaminio me visitó en estos días. Ingresó a la política y vino a pedirme el voto. Es candidato a la Cámara. De militante de un partido que rechaza el aborto y los matrimonios homosexuales, de la noche a la mañana y sin pudor ni sonrojo se pasó a otro que sí los aprueba. Me confesó que le pagaban tres millones de pesos mensuales por prácticamente estarse en la casa viendo televisión y echándose aire.
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