Por más retórica que le gasten a través de discursos que son lugares comunes de inocultable marchitez, no hay como ocultar la desastrosa situación social de los colombianos. Los indicadores del Dane sobre pobreza, desempleo e informalidad laboral confirman el tejido negativo predominante en la vida de la mayoría de los habitantes de la nación. De ese mismo colapso hacen parte la violencia cotidiana, la corrupción, el despojo de tierra a los campesinos, el deficiente sistema de salud, el maltrato a los indígenas y a los afrodescendientes, la discriminación de clase con reconocimiento de privilegios a los de mayor poder económico y muchas otras carencias que le dan a este país la clasificación de estar entre los más desiguales en el conjunto mundial.
Por todo ese desgreño la democracia es otra ficción, así se predique que es una de las más funciónales.
Los avances que se han ganado en la construcción de la nación se han quedado por debajo de las necesidades no satisfechas, a las cuales se les pretende mitigar con un asistencialismo de corte caritativo. Por eso es un engaño poner en la cumbre de las realizaciones positivas de gobierno los dos períodos de Álvaro Uribe. Porque la pobreza, la violencia, la corrupción y la desigualdad se mantuvieron en un alto nivel.
El acuerdo de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Farc fue un paso adelante. No solamente silenció armas con la desmovilización de más de 11.000 combatientes sino que abrió la posibilidad de un cambio con la construcción de una nación democrática. A esa posibilidad se le atravesó el uribismo con su dogma guerrerista.
Todos los problemas que se han acumulado son caldo de cultivo de la inconformidad, ahora expresada con el paro y las protestas de jóvenes hastiados de frustraciones y de tantas estrecheces. En vez de escuchar y facilitar acuerdos, el gobierno responde con militarización represiva.
Con mayúsculo desatino se ha interpretado la protesta social como asonada, mientras se les da amparo oficial a los francotiradores civiles que ponen como escudo a la Fuerza Pública para atacar a quienes marchan en apoyo al paro. Con el panfleto del castrochavismo se busca descalificar la opinión contraria del contendor. Pero las cosas no paran allí. Pensar distinto al credo oficial se convierte en delito. Es el delito de opinión para estigmatizar y procurar invalidar a quien se atreva a pensar de un modo progresista.
Hay que aclarar que reclamar sanción para los responsables de abusos contra quienes protestan no es favorecer el llamado vandalismo. A sus actores se les debe sancionar con aplicación de la justicia sin sesgo alguno.
Puntada
El gobierno se quedó corto en la reapertura de la frontera con Venezuela.
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