El corazón se sentía como un niño cuando latía bonito, porque gozaba con las cosas sencillas, sabía inventar amigos y leer en el rumor del viento el camino hacia el tejido azul de sus sueños.
Y sólo necesitaba nutrirse de intimidad para desplegar su vocación romántica, para enseñar que lo bello no se toca, ni se mide, sino se siente, con rituales mágicos asomados a la fantasía.
Sus corazonadas y prodigios eran lecciones de bondad y reflejaban, como cristales de luz, la pureza de la consciencia y la sabiduría que brotaba de ese traslucir maravilloso de serenidad.
Ahora –decepcionado– el corazón se fue del siglo y, desconsolado, deshizo las huellas de aquel tiempo bueno y noble que se salía por sus poros para plantarse en la huella de la humanidad.
Va detrás de la nostalgia, a dibujar -nuevamente- el recuerdo primitivo del amor, a abigarrarse, otra vez, de los colores del arco iris, uno a uno, a reconstruir las cenizas de su ilusión perdida.
Y los viejos se lo habían advertido a los niños en los cuentos de hadas, en las fábulas, en los juegos de madera, en los retratos borrosos que iban quedando en medio de la vida, dejando únicamente una estela en blanco y negro.
Corolario: El corazón es una promesa de Dios que se hizo espiritualidad y se sembró en la vida del ser humano para hacerlo valioso, para inducirlo a la sensatez y constituirlo en guardián de su propia reserva de valores.