En medio de la crisis desatada por el Coronavirus, he recordado consejos de mi mamá: Mijo, lávese las manos, no olvide llevar pañuelo, no le hable encima a la gente, puntos básicos de buena educación, antes lo llamaban urbanidad, que habían sido olvidados y que hoy nos lo recuerdan la Organización Mundial de La Salud para buscar controlar la pandemia.
Esta crisis puede abrirnos los ojos frente a la realidad que vivimos, profundamente deshumanizada por el deslumbre de avances frenéticos de una tecnología sometida al imperativo de ser cada vez más competitivos sin importar los costos sociales, ambientales y humanos en que se incurra, con una única meta, lograr en el menor tiempo posible las máximas utilidades económicas, reduciendo el sentido de la vida individual y social a tan prosaico y en el límite tan antinatural propósito de vida; ese absurdo nos empuja hacia los abismos de una crisis ambiental en trance de hacerse irreversible, a una hiperconcentración mundial y nacional de riqueza e ingreso que mina la convivencia ciudadana, fundamento de la vida democrática y que termina por abrirle las puertas a los populismos autoritarios tanto de derecha como de izquierda, si es que esas denominaciones todavía significan algo.
Por otra parte, lo que el discurso y el análisis político y económico no había logrado -el ataque demoledor al capitalismo salvaje, desregulado, desbocado y globalizado, el mal llamado neoliberalismo-, lo hizo la naturaleza con esta pandemia viral que ni es la primera ni será la última, gracias a que el actual ordenamiento del mundo les es particularmente favorable. Ahora es más contundente entender que se suicida la sociedad que renuncie a la acción estatal y encomiende su futuro a las solas fuerzas de mercados desregulados. Hoy más que nunca es sabio el principio de subsidiariedad, tanto mercado como sea posible, tanto Estado como sea necesario. La realidad reclama más y mejor acción del Estado en la elaboración, ejecución o regulación de políticas públicas y muy especialmente las referentes a la prestación de servicios públicos, como es el caso de la salud pública y la seguridad social. Y además, a consolidar instancias de gobernabilidad internacional en un mundo donde las distancias desaparecen y las interrelaciones de todo tipo se multiplican.
Esta discusión ya estaba en marcha como consecuencia de la crisis de Wall Street en 2008, que se centró entonces en el manejo del ahorro público y la regulación de las entidades financieras, con sus repercusiones mundiales que aún se sienten; se quebrantó entonces la fe inconmovible de muchos empresarios, economistas y políticos en la sabiduría y eficacia de los mercados. La naturaleza con la pandemia en curso, le está dando el tiro de gracia a esa forma de capitalismo.
El reclamo es y será por una acción estatal activa y con él asoma con esperanza la figura de Keynes, un economista y pensador que logró entender la amplitud y profundidad de la crisis del sistema capitalista entre las dos guerras mundiales que, por razones diferentes a las actuales, fue gigantesca e hizo tambalear el orden democrático y el capitalismo, en medio de los fragores de una lucha política y social como no había conocido la humanidad, entre los totalitarismos estatistas nazis y soviéticos. Keynes entendió el papel del Estado frente al mercado para regularlo y complementarlo, proporcionándole a la economía, a través de un gasto público organizado, tanto los ingresos a los ciudadanos para recuperar una demanda sin la cual la economía languidece, como generando las políticas que garanticen el logro de los objetivos no de unos pocos sino de la sociedad en su conjunto al producir racional y sosteniblemente una riqueza material y espiritual que garantice su permanencia: seguridad ciudadana, ética de la vid
a en común, valores democráticos y preservación de la vida y de su escenario natural.