Hoy quiero hablar de la cruz, pero no la del matrimonio que también la cargo (y a veces ¡qué pesada se pone!), sino de la que llevó Jesús hacia el calvario, y que en m parroquia se conmemora cargando una de madera el viernes santo, en la procesión del santo viacrucis.
Soy de la parroquia de los padres carmelitas y no me pierdo ceremonias solemnes ni procesiones de las que ellos organizan, porque le imprimen religiosidad, combinada con algo de modernismo y fe criolla, la que heredamos de nuestros antepasados.
El viacrucis, por ejemplo, se hace por las calles, con una cruz de palo que, turnándonos, llevamos los fieles, de estación por estación. Toca por turnos porque la cruz es pesada y hay que hacer relevos constantes. Anteriormente la cruz era de troncos silvestres, sin pulir, que por el peso la cargaban entre varios a la vez. Cuatro o cinco cargueros, fortachones, de brava fuerza muscular, la cargaban aunque con almohadillas en el hombro para mitigar el peso, pero sólo resistían una o dos cuadras, y había que relevarlos con otros de igual o mayor contextura. Algunas mujeres, con fuerza de varones, en ocasiones se atrevían a hacer también de cireneos y le metían sus finos y delicados hombros. Pero a los pocos minutos quedaban exhaustas.
Eso era antes. Porque este año, el nuevo párroco, el padre Jorge Luis Mendoza decidió en su sabiduría, que no se llevara la cruz pesada de troncos silvestres, sino una cruz pulida, muy bonita, que debía llevarse en alto, presidiendo la procesión. Pero también pesa y es brava para los brazos. “A ésta sí me le mido yo”, dije al ver la cruz y me acerqué con deseos de cargarla. El jefe de los cargueros, un tipo con cara de Cireneo, o con modales de nazareno, esos que visten de túnica morada y regañan a todo el mundo en otras iglesias, me miró con cara de compasión y me dijo:
-Es pesada. Usted no aguanta, viejito.
Quise decirle “viejito su papá”, pero recordé que era Viernes Santo, día de perdón. Le sonreí y le dije:
-Está equivocado, señor, soy descendiente de arrieros.
-Pero es que sus brazos son muy escuálidos –me discutió.
Nadie, a excepción de mi mujer, había puesto en duda mi fortaleza, así que le dije, tocándome el músculo: “Pura fibra, maestro, pura fibra”.
-Bueno, hágale –me respondió, con una risita burlona.
Tomé la cruz y casi no soy capaz de levantarla. Pero mi herencia, mi fe y mi decisión me ayudaron. Conté a la una, a las dos y a las tres, tomé aire y alcé la cruz como un estandarte, para que todos vieran la imagen del leño en que murió Jesús de Nazareth.
Pero no fue mucho lo que duró mi osadía. A los pocos metros miré al tipo solicitando cambio. El hombre, ampliando su risita burlona, me dijo con aire de triunfo:
-¿Sí ve? Yo se lo dije. Usted ya no está para estas cruces. Mejor quédese quietico en la casa y ve las ceremonias por televisión.
No podía revirarle. Lo miré sumiso, metí el rabo entre las piernas y me retiré a rumiar mis recuerdos de aquellas Semanas Santas cuando yo cargué cruces mucho más pesadas. Varias veces hice de Jesús en los viacrucis en vivo de mi pueblo, y alguna vez me tocó tirar la cruz y enfrentarme a puños con el centurión romano, que me daba latigazos en serio. Yo le había quitado la novia. Desde entonces no había vuelto a cargar la cruz de los viacrucis.