La música clásica nos asoma a la perfección del arte, a veces con un suave transcurrir de concierto a sinfonía y, otras, con un majestuoso paraíso operático, para mediar entre lo divino y lo humano.
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Transforma los mitos en sentimientos sonoros que anuncian a la intimidad que es posible recoger las sombras y convertirlas en luz, en ciclos de campanas repicando ilusiones en un universo de leyendas.
Y se convierte en apetencia espiritual, en el anhelo del corazón de expresar su sentir y demostrar que su abolengo proviene del amor y de una tradición afectiva del tiempo interior de nuestra paz.
La música es como el rocío para las flores, o una bonita quimera para los románticos, un tambor que llama a la vida, o un quedísimo piano que se fuga con las últimas fibras de la mañana, para seguir el susurro de la libertad.
Es la savia que irriga de encanto las fuentes hacia donde derivan los colores, con su inspiración sagrada y una ronda de faros de luces que nutre de belleza y esplendor el canto de las sirenas.
Es la lírica de nuestras emociones, la obertura espontánea que nos hace génesis, pastores de vientos, tejedores de cuerdas o talladores de maderas, en una orquesta dirigida por la fantasía.
EPÍLOGO: Cuando le permitimos aliarse con nuestros sueños, así como Teseo lo hizo con la ayuda del hilo de Ariadna, para salir del laberinto, fluyen juntos alma, sueños y música para celebrar una inmensa fiesta de acordes y recitativos.
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