Recordaba en estos días, en tertulia de amigos setentones, saboreando un café negro, bien cargado, caliente y sin azúcar, a la gorda Fabiola, que hace algunos años se hizo famosa en la televisión y en la radio, por sus chistes, pasados de verde, que arrancaban carcajadas a los hombres. Las mujeres se reían para sus adentros, seguramente, porque no se les notaba la gracia que les hacía la gorda.
Yo les hablé de mi paisana Liss Pereira (para que vean que Las Mercedes ha dado gente importante) y la fulgurante carrera que ha hecho como contadora de chistes.Empezó echando cuentos en el colegio de Sardinata y en las izadas de bandera ella era infaltable con sus declamaciones jocosas. Llegó a la pantalla chica (así llamaban los locutores a los televisores el otro día) y a la pantalla grande (el cine), y brilló con luz propia y se gana la vida a punta de lengua.
Mis amigos contertulios, que no creen en el humor de las mujeres, decían que esas eran excepciones, pues la verdad es que -decían- Dios hizo a las mujeres bonitas e inteligentes, pero bruticas para hacer reír.
Yo -defensor de las mujeres por naturaleza- no estuve de acuerdo. Si ellas no se viven riendo es porque son la autoridad dentro y fuera de la casa, y el que manda no puede hacerlo entre chanzas y risas. ¿Han visto ustedes al presidente Petroriéndose cuando gobierna a través de su twiter? Nadie ejerce su poder entre risas. Por eso mis admiradas mujeres son ajenas, a veces, a la risa.
En el siglo pasado, y sobre el mismo tema, escribí una columna, de la que hoy extracto algunos párrafos:
“Dicen que las mujeres no tienen sentido del humor. Que son menos alegres que los hombres. Que no saben contar cuentos. Que una velada de humor con una mujer es demasiado aburrida.
Que en las reuniones se duermen cuando empieza la sesión de chistes. Y que cuando no se duermen, hay que explicarles cada chiste dos y tres veces, hasta que entienden cuál es la causa de la risa de los hombres.
No estoy de acuerdo. Las mujeres, si se quiere, tienen mejor sentido del humor que los hombres, lo que pasa es que a veces se hacen las brutas para hacer sentir mal al que echa los chistes. “¿Cuál es la gracia?”, dicen, torciendo los ojos. “No le veo el chiste”, murmuran. Y el pobre contador de cuentos queda achantado, sin ganas de volvérsele a medir al asunto.
Pero no todas son así. Tengo una amiga, por ejemplo, que lleva en el bolso, al lado del lápiz labial y la cajita de polvos y los pañuelos faciales, una libretica con chistes sabrosos y picantes, a la que acude cada vez que se reúne con sus amigos a tomar aguardiente y a echar cuentos.
Mi amiga es tan fiel, en asuntos del buen humor, que cada vez que aprende un cuento nuevo, me llama, esté donde esté, para contármelo. A veces repite, pero eso no importa. De todas maneras nos reímos.
Es que echar cuentos que hagan reír es un arte. El chiste, puede ser bueno, pero si no se le pone cierto tono picaresco al contarlo, pierde su gracia. Algunos cuentan un cuento con la misma jocosidad con que rezan un padrenuestro. Sucede lo mismo que con las canciones. Tengo una amiga a la que de cuando en cuando, le da por cantar. El universo se estremece con esa voz desafinada, pero ella cree que lo hace bien. Y ahí está la gracia.
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