En la época a que se refiere este episodio la función de monaguillo correspondía solamente a los varones. Quizá fue a raíz del Concilio Vaticano II – 1962-1965 – que se permitió a las mujeres oficiar como acólitas, y desde entonces vemos a graciosas niñas con sus moñas y colas de caballo moviéndose en el altar. En muchas iglesias no se ven ya sino acólitas.
In illo tempore – en aquel tiempo – la misa era en latín. El curso de acólito o monaguillo se centraba en aprender de memoria la parte de responder al cura. Había unos momentos al recitar el Confiteor – yo confieso – que el monaguillo, de rodillas, debía hacerle venia al cura – creo que eran cuatro veces -, las que obviamente las hacía uno como un autómata, sin entender ni pío, pero a uno de niño le gustaban esas cosas, que tomaba como monerías.
Pero mi cuento se endereza a la ocasión en que el padre Jesús Hemel Arévalo Torrado – primo de mi madre – me invitó a que lo acompañara a la celebración de una misa en el corregimiento de La Curva, en la carretera a Ocaña.
En dicho caserío vivían unos parientes de mi padre, de manera que fue mucha la algarabía por mi llegada. El párroco me dejó allí y él continuó para la capilla, la cual, vista hoy, no ha cambiado a pesar de transcurrir tantas décadas. Quiero decir que es la misma capilla humilde, al costado izquierdo de la carretera, en dirección Cúcuta-Ocaña. Allí veneran a una Virgen de la Tablita, rústica imagen pintada en un pequeño trozo de madera, pero no es la única porque en Campo Dos, corregimiento de Tibú, también tienen su Virgen de la Tablita.
Pero, sigamos con mi cuento. Mis parientes no solo me agasajaron con carne asada, caldo con huevos inmensos de gallina criolla, tajadas de maduro y pan, y chocolate, sino que después de semejante comilona les dio por brindarme con cerveza. Yo era novicio en las artes de la bebeta. A la verdad, nunca me había emborrachado. Esa gente me embutía cerveza sin parar, porque la alegría de tener al hijo de Leoncio entre ellos no se comparaba con nada. Y yo, beba y beba, como los peces en el río del villancico navideño.
A las once de la mañana el padre debía comenzar la misa, pero faltaba su ayudante. Me mandó a llamar con urgencia, pero el bendito acólito ya no era acólito sino alcohólico, y se encontraba en una soberana pea desparramado en una cama. El reverendo tuvo que celebrar solo la misa.
El disgusto suyo no fue menor. Le dio quejas a mi papá que cómo le parecía que se llevaba a este muchachito de trece años a que lo asistiera en un acto sagrado, y vea con lo que sale, le da por ponerse a jartar, ¡todo un seminarista! Mi papá, muy avergonzado, le presentó miles de disculpas al sacerdote, y a mí me regañó no sé cuántas horas.
Aquella juma fue la primera y última que me pegué siendo monaguillo.
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