No fui a Catar. El tema de los derechos humanos me lo impidió. Además, ir y ni siquiera poderles ver el rostro a las lindas mujeres árabes, me hubiera llenado de una terrible frustración, que no se hubiera compensado ni a punta de goles. Un mundial de fútbol sin nuestra Selección Colombia y sin la bulliciosa y alegre compañía de las mujeres, pierde todo su encanto.
De manera que preferí aceptar la invitación de mi hija, que vive en Cali, para ir a hacerle barra virtual -como ahora se acostumbra- en su compañía, a algún equipo vecino y a disfrutar unos días de la buena vida caleña. No lo pensé dos veces. “De una”, me dije. En mis oídos resuena siempre el estribillo de aquella conocida canción: El Valle es valle, lo demás es loma.
Pero no llegué al valle sino a una loma. Del aeropuerto nos fuimos directo a su cabaña, situada en el corregimiento de Dapa, en lo alto de una montaña desde donde se divisan un extenso valle, un cielo azul y grandes cañaduzales. Al fondo, abajo, está Cali, la Sultana del Valle, según dicen. La vista es impresionantemente hermosa. Se trata de una reserva forestal privilegiada por la naturaleza, donde se dan árboles gigantescos y centenarios, y a donde llegan aves de todo el mundo. Allí se congregan en ciertas épocas del año los especialistas en fauna silvestre y fotógrafos de publicaciones especializadas de diferentes países. La riqueza de plantas, la cantidad de flores, la variedad de aves y el río que la atraviesa, hacen de este lugar algo así como lo que debió ser el paraíso donde Eva y Adán se daban sus gustazos.
Allá, en Dapa, uno se reencuentra con la naturaleza en todo su esplendor, y allí llegué yo a celebrar mi cumpleaños, lejos del mundanal ruido y del calor de mi Cúcuta del alma, aunque sin dejar de ver y escuchar las emociones del Mundial. Allá, sin los agites de la civilización, sin los ruidos de las motos, sin los gritos de los vendedores ambulantes en los gangosos equipos de las carretas, sin el estrés de los trancones en las vías y sin horarios apremiantes, pasé una de las mejores celebraciones de mi vida, con algo de buen fútbol, mucho amor y mucha poesía. Y mucha fotografía, porque Antonio, el esposo de mi hija, se volvió fotógrafo después de viejo y alterna su trabajo de médico examinando pacientes, con el placer de examinar flores, buscarles el ángulo preciso desde donde más se resalte la belleza, y tomarles artísticas fotografías. Una admirable combinación de gustos.
Aunque dicen que las comparaciones son odiosas, cuando uno va a otra ciudad, necesariamente la compara con la de uno. Me sucedió a mí con Cali, una urbe tupida de árboles como la nuestra, pero llena de parques y de zonas verdes como no las tenemos nosotros. Cali es una ciudad que respira cultura y deporte, elementos que no abundan en nuestro medio. La amabilidad de la gente caleña es notoria hacia el recién llegado, en tanto que los cucuteños y santandereanos en general tenemos fama de ser hoscos y hasta agresivos con el que llega.
Mientras a nosotros nos sobran pordioseros en la calle, en Buga vi a una señora ya ochentena todavía trabajando en la calle, ayudando a parquear los carros, y a un viejito vendiendo tapabocas.
Se nota por todas partes la alegría de la salsa y el orgullo de los caleños por su Cali, algo que a nosotros nos falta: el orgullo de ser cucuteños.