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El niño y la niña, esos mocosos
Dicho y hecho. Las palabras de la abuela fueron como una maldición.
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Martes, 18 de Julio de 2023

Hasta dónde hemos llegado. Con razón mi abuela decía que la acabación del mundo está cerca. Ella lo decía cuando empezó a ver que las muchachas iban a la iglesia en minifaldas que, como decía algún caricaturista, eran culifaldas, que dejaban ver los dos apellidos. Y a los hombres se les iban los ojos, lo cual, según Astete, era pecado mortal, porque se puede pecar también con el pensamiento. Acción, obra u omisión, decía el librito de catecismo.

Y no sólo los feligreses. El cura también pecaba, porque a la hora de dar la comunión, había escotes que atraían miradas y suspiros. Por eso decían los mamagallistas -que nunca faltan- que el sacerdote a la hora de dar la hostia, no decía Cuerpo de Cristo, sino ¡Cristo, qué cuerpo!

Mi nona Lucía Esparza, la mujer de Cleto Ardila el arriero, hacía aceite de tártago para llevar a la iglesia a la lamparita del Santísimo, aquella que permanece encendida, día y noche, al pie del altar. Durante muchos años, la vi recogiendo del solar los racimos de tártago, que ella misma sembraba y cuidaba para sacar el aceite.

Todas las semanas le llevaba al cura una o dos botellas de su aceite y el cura la bendecía y le daba alguna medallita o algún escapulario.  En mi casa yo guardaba muchas estampitas que el padre le daba a la nona, en pago por el aceite.

Pero un día, un mal día, cambiaron al padre que llevaba muchos años al frente de la parroquia. Y fue cuando la abuela  dejó de producir su aceite. Las matas se fueron secando lo mismo que ella, y el cura nuevo tuvo que alumbrar al Santísimo con veladoras de cera.

-Ya estoy muy vieja y me duele mucho la espalda-, le dijo al sacristán cuando fue a preguntarle  por el aceite del altar.

Pero a mí me dijo otra cosa: “Lo que pasa, mijo,  es que ya no creo ni en los curas. Yo veo desde aquí (ella vivía en un costado de la plaza, al frente de la iglesia) cuando todas las tardes el padre nuevo sale al atrio a jugar con muchachas  que llevan  calzoncitos más arriba de las rodillas. Y el cura feliz con ellas, ya ni sotana se pone.  Por eso que el mundo se va a acabar. Que Diosito me perdone, pero no le colaboro más a ese curita”. Y añadió: “Son muchachitas a las que todavía no les ha sanado el ombligo, y ya andan provocando a muchachos y viejos. Si así siguen, llegará el día en que  se van a poner de ruana el pueblo. Por eso quiero morirme antes de ver lo que ustedes van a ver”.

Dicho y hecho. Las palabras de la abuela fueron como una maldición. O un presagio. Y ahora pienso que siquiera se murió y no le tocó vivir lo que nosotros estamos viviendo. Como lo dijo el poeta Jorge Robledo Ortiz: “Siquiera se murieron los abuelos/ cuando el pueblo aún creía en las campanas/ de las torres humildes”.

Estamos ya no sólo por cuenta de gobiernos equivocados, sino a merced de unos muchachitos, que hacen con el mundo lo que les da la gana. Hablo del tal Niño y la tal Niña, que nos tratan como a violín prestado. Dizque la Niña trae lluvias y el Niño, sequías y calores. Yo no sé. Antes, en tiempos de mi abuela Lucía, era san Pedro el que mandaba lluvias y veranos. Ahora son unos vergajitos, que ni siquiera habrán leído el almanaque Brístol.

 

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