Es verdad que nuestros padres fundadores pretendieron la independencia absoluta del imperio español, pero del idioma y de la religión recibidos no nos pudimos separar. (Algún comediante dijo en estos días: ¿Acaso volvimos a hablar chibcha y adorar a los astros y a buziraco (el demonio)?)
La religión católica fue uno de los principales ligamentos de la nacionalidad, y lo sigue siendo. Su reconocimiento más fuerte se encuentra entre nosotros en el texto de la reforma constitucional plebiscitaria de 1957, que rigió hasta 1991, de este tenor: “En nombre de Dios, fuente suprema de toda autoridad, y con el fin de afianzar la unidad nacional, una de cuyas bases es el reconocimiento hecho por los partidos políticos de que la Religión Católica, Apostólica y Romana es la de la Nación, y que como tal, los poderes públicos la protegerán y harán que sea respetada como esencial elemento del orden social…” Este preámbulo amplió el de la Constitución de 1886 contenido en estas pocas palabras: “En nombre de Dios, fuente suprema de toda autoridad…”.
La Constitución de 1991 apenas dijo lánguidamente, por boca de los escasos conservadores constituyentes: “Invocando la protección de Dios”.
Pero si todas nuestras constituciones han sido teístas, la Constitución de 1863 se erige como la campeona del ateísmo: borró radicalmente el nombre de Dios.
¡Qué creyentes y devotos aparecen los constituyentes del Congreso de Villa del Rosario de 1821! Los santanderistas, que dominaron la Asamblea y que poco después revelarían su aversión a la Iglesia Católica, asistieron sin chistar a las misas de inauguración y de clausura, cantaron el Te Deum, y consignaron, al unísono con los restantes diputados, este introito: “En el nombre de Dios, Autor y Legislador del Universo…”
Ahora, fuera del texto encontramos una alusión muy ardiente a la fe en la Proclama de los directivos del Congreso, una vez sancionada la Carta Política. Veámosla: “Colombianos: … Pero lo que vuestros representantes han tenido siempre a la vista, y lo que ha sido el objeto de sus más serias meditaciones, es que las mismas leyes fuesen enteramente conformes con las máximas y los dogmas de la Religión Católica, Apostólica y Romana, que todos profesamos y nos gloriamos de profesar: ella ha sido la religión de nuestros padres, y es y será la Religión del Estado; sus ministros son los únicos que están en el libre ejercicio de sus funciones, y el Gobierno autoriza las contribuciones necesarias para el Culto Sagrado”.
De la adhesión firme del Libertador al catolicismo dan muestra estas palabras suyas en el Mensaje del 20 de enero de 1830 dirigido al Congreso Constituyente de la República de Colombia: “Permitiréis que mi último acto sea recomendaros que protejáis la religión santa que profesamos, fuente profusa de las bendiciones del cielo”.
Colombia tiene una especial protección divina, por plegaria del Padre de la Patria. La plasmó en esta exclamación al conocer la aprobación de la Ley Fundamental de Angostura: ¡Viva el Dios de Colombia!
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