Los pájaros nos aventajan en cielo, en saber migrar, en volar, en juntar gotas de lluvia, en medir la belleza de la luz y conocer la voz de la naturaleza en el picoteo de los más chiquitos, o de los carpinteros que construyen un tac-tac de círculos perfectos en los troncos viejos.
Sólo ellos captan las emisiones de silencio que tiene la melancolía de un crepúsculo, o la irrupción de los colores en la aurora, en episodios magistrales que enseñan de la lluvia y el sol, de la luna o del arco iris y narran la ruta íntima de la selva en la huella de cada misterio natural.
Las dimensiones de la vida las entienden, o las inventan, a punta de picotazos, de alas o de trinos, de coros bonitos con las corrientes de aire, para volverse cantos de madera que descansan en los árboles.
De manera que soy un pajarero total, imaginario, como en todas mis cosas, porque sólo miro, o sueño, desde un balcón o una ventana, su romance con el viento, o con los demás pájaros y con las flores.
Me encanta pensar que, en lugar de extinguirse, están migrando en bandadas, cantando en su idioma de sonidos aireados o retornando, en medio de graznidos nostálgicos, sin ningún otrosí, sólo con el de ir y venir por el mundo, silbando y convidando -como campanas al aire- a la alegría de vivir.
Epílogo: A los cóndores de Santurbán, o a cualquiera de las aves que mueren, les hacen despedidas, les ofrendan una plegaria de alas vacías, desarmadas, indolentes y frágiles…y los hábitats callan en el vuelo de los pájaros quietos.