Al cerrar los ojos cubrimos el pasado y, al abrirlos, el telón se descorre para dar sucesión a ese absoluto enigma del tiempo, inevitable, demoledor, que comienza a dar nuevos pasos en la continuidad de la existencia.
Las mañanas emigran entonces -más ligeras de equipaje-, con el viento a favor de la nostalgia, para sembrarse en estaciones transitorias de días e ir grabando el inventario de sueños en los surcos del destino.
La línea del crepúsculo va encogiéndose y la faja de colores del arco iris retorna a su recinto, para culminar su andar diario en las tardes lentas y tupir la brecha que une cada día con el siguiente.
Así es la incandescencia de la vida, tan breve como la luz primera que nos iluminó al nacer y que, en ese mismo momento, comienza a extinguirse y dejar -tras de sí- nuestra huella plantada en la historia.
El juego del tiempo es de siglos, mientras que el de nosotros, los pobres mortales, sólo es de calendarios y únicamente -con el pensamiento-, podemos intentar algún asomo a lo universal.
Lo mejor es simularnos fantasmas viajeros, sin llevar nada para el camino, salvo la luminosidad espiritual para recorrer, con alegría, el don temporal de Dios, aceptar su itinerario y avanzar con la reserva de ilusiones latentes en el alma.
El secreto de vivir está en imaginar la certeza del mundo reflejada en cualquier instante, en la suprema e ignota concepción de la inmensidad, en la mágica fascinación de admirar el viejo oficio circular del tiempo.