En el mundo y ni hablar en Colombia, hoy se vive un malestar difuso y bastante generalizado que traspasa fronteras sociales, económicas, nacionales y aún étnicas. Es un malestar preñado de inseguridad tanto respecto al momento presente como a un futuro sumido como pocas veces antes, en la incertidumbre. Inseguridad que a su vez alimenta un miedo puro y simple, porque el ciudadano, el individuo, se encuentra cada vez más solo y desprotegido.
Lo único claro es que está en marcha un buldócer social que arrasa seguridades, referentes o mojones de vida, relaciones interpersonales y temas o gustos compartidos, así como afinidades y compromisos políticos y sociales, que habían servido como puntos de apoyo que enmarcaban a las personas, casi que abrazándolas y transmitiéndoles seguridad y un sentido de pertenencia e inclusive de reconocimiento.
La política, las soluciones colectivas se desvalorizaron como portadoras de esperanza, como promesa de cambio, víctimas de una polarización emocional desprovista de razones o argumentos que solo exacerba el sentimiento de abandono y de no reconocimiento del ciudadano sin distingos.
Es ese el mar de fondo que agita la superficie de las distintas sociedades, con un oleaje que expresa las particularidades propias de los países, donde las viejas banderas de la protesta ya no conmueven por su desconecte con la realidad, a semejanza de lo que le sucede a políticos, partidos y sindicatos percibidos como distantes y desconectados.
Esto sucede mientras que en el mundo, Colombia incluida, la pobreza retrocede en medio de la abundancia. Nunca se había alcanzado tanta riqueza y nunca habían sido tan contundentes las desigualdades en las condiciones y posibilidades de vida de la gente. Nunca la riqueza había estado tan concentrada en tan pocas manos, situación que más que la misma pobreza genera un sentimiento de injusticia, al percibirse que los esfuerzos y las recompensas están injustamente repartidos. Es una desigualdad generadora de inseguridad por la ansiedad y la incertidumbre, de abandono.
En ese sustrato profundo donde desde la sociedad, se cocina un cambio que se escapa de los viejos moldes, porque le apunta no tanto a tener más bienes, más confort, a consumir más en medio de la danza de las apariencias, del tener. La llamada profunda es a ser más, a crecer en humanidad para ganar en libertad y en autonomía. Lo expresan ya los jóvenes que se bajan del carro del éxito por el éxito, de los arribismos consumistas para integrarse con una naturaleza que ven amenazada, pero real. Jóvenes para los cuales la estabilidad envuelta en seguridad y rutina no constituye un proyecto de vida, que buscan por el lado de la libertad, de lo no escrito, donde el cambio, la novedad, la sorpresa, la creatividad pueda encontrar su espacio.
El sueño no es jubilarse sino vivir con intensidad, ser solidario con el otro, con el perseguido, con la víctima, sea un ser humano o simplemente viviente. Es un individualismo solidario y de gozo, hedonista si se quiere, profundamente subversivo por que confronta los valores y prácticas predominantes, no para “cambiar el sistema” como soñaban las anteriores generaciones, sino para cambiar la manera como se entiende y se vive la vida. Y esto va mucho más allá de las viejas consignas que hoy tratan de remozar unas dirigencias políticas y sindicales que están siendo literalmente aplastadas y superadas por esa nueva realidad en formación, realidad que también le habla a unas clases medias que quieren avanzar para consolidar su nuevo y aún frágil posicionamiento social. Las marchas y la acción ciudadana pueden languidecer pero el proceso de cambio profundo no se detendrá porque busca cambiar la sociedad desde adentro, desde su alma. La película no termina.