La fuerza política de Trump reside en haber entendido la incertidumbre, la inseguridad y el sentido de abandono que por la crisis creciente de la economía y sociedad norteamericana, a pesar de sus cifras de crecimiento económico, se había apoderado de muchos obreros, agricultores y sectores de clase media blancos que en los últimos veinte años han vivido el deterioro continuado de sus condiciones de vida y expectativas de futuro. El camino fácil y socorrido por los gobernantes en situaciones semejantes, es echarle la culpa a un enemigo exterior. Eso hizo Trump, al afirmar reiteradamente que los buenos anglosajones blancos estaban amenazados por la maldad de los latinos y los egoístas intereses económicos de los chinos. Hecho el diagnóstico, planteó una solución igualmente sencilla y mediática, levantar murallas, las unas físicas para resguardarse de la invasión de los bárbaros latinos; arancelarias las otras para proteger el empleo de los norteamericanos de la invasión de los productos chinos, y para que los inversionistas orienten sus recursos nuevamente al país. Decisiones de fuerza, de vulgar matoneo, que simplemente se imponen y, como se dice, que se caiga el mundo.
En América, Canadá en términos comerciales y México y ahora Guatemala como guardianes de la frontera norteamericana, han tenido que doblegarse ante el capricho imperial. Viendo lo que acontece, adquiere pleno sentido un planteamiento reciente del fallecido Arzobispo de La Habana, cardenal Jaime Ortega, figura central en los acercamientos diplomáticos entre Estados Unidos y Cuba: Los muros y los puentes se construyen con los mismos materiales, pero los puentes sirven para unir orillas separadas, mientras que los muros se levantan para separar realidades. Levantar muros podría paliar temporalmente los efectos de una situación pero nunca atacar sus causas. Para ello se necesitan puentes que permitan que se conozca la realidad existente en ambas orillas, condición necesaria para buscarle solución.
Es lo que ha planteado la canciller alemana Ángela Merkel con el apoyo del presidente francés, para enfrentar la crisis generada por migraciones incontroladas procedentes de la otra orilla del Mediterráneo: una gran y continuada acción de apoyo europeo para el desarrollo de los países africanos expulsores, donde sus ciudadanos no tienen ninguna posibilidad y salen a buscarla a donde está la plata y creen que el futuro, en los países ricos de Europa, cuya riqueza en buena medida se originó en esos países. Con ello, además se le quitaría piso y alimento a unas guerras igualmente expulsoras de gente. Una propuesta que parte de reconocer que los países europeos no son solo víctimas sino una de las causas de la inmigración actual, que les genera una obligación económica con quienes fueron necesarios para lograr la riqueza de que hoy disfrutan.
El presidente de México viene planteando e impulsando una iniciativa semejante para enfrentar propositivamente la tragedia centroamericana, el combustible de la crisis migratoria y humanitaria que se vive. Gastar en financiar desarrollo y no en levantar muros que en nada resuelven el problema, pero que si generan injusticia e inhumanidad. Obviamente ello obligaría a Trump a bajarse de su película de buenos y malos para reconocer que la responsabilidad y la acción norteamericana son necesarias para entender la situación actual y plantear una política seria que no se limite a desconocer la realidad, dándole la espalda al problema y simplemente poniendo un costosísimo e inútil muro de por medio.
Para Colombia la visión de la Merkel y de Macron tiene validez por las enormes desigualdades en el desarrollo de nuestras regiones que igualmente genera migraciones, desplazamientos humanos, violencia, injusticia y una enorme inestabilidad en el edificio de la Nación, con sus bases falseadas.