Hay quienes quieren convertir las elecciones de 2022 en una competencia entre el miedo y la rabia –dos emociones fuertes que dejan poco espacio para cualquier otra consideración–. El problema es que se trata de dos emociones que resultan relativamente fáciles de generar.
Con una pandemia desbordada --que ha llevado a que casi la mitad de la población no tenga los ingresos suficientes para una canasta mínima-- incitar a la rabia no requiere demasiados argumentos. Está a flor de piel, máxime cuando se ve a una clase política más interesada en obtener cuotas burocráticas que en resolver los problemas de la gente.
Hay rabia contra el sistema y la corrupción, contra la clase dirigente, contra el llamado statu quo. Y no solo en Colombia: los grandes perdedores en la reciente elección de la Constituyente chilena fueron los candidatos con nexos políticos, sindicales o gremiales con el ‘sistema’.
Como la rabia es destructiva, el miedo se utiliza para tratar de detenerla: miedo al castrochavismo –un fantasma aún más intimidante que el propio comunismo–, miedo a la guerrilla y sus disidencias, pero sobre todo miedo a un candidato que pueda incendiar el país y, de paso, atornillarse en el poder.
Miedo y rabia se retroalimentan y, por tanto, se necesitan mutuamente. En Chile, para seguir con el ejemplo, la gran prensa se encargó de alimentar el miedo –incluso diciendo que el país austral acabaría pareciéndose a Colombia si la izquierda tomaba el control de la Asamblea Constituyente–. El único resultado es que la gente votó con más rabia, y acabó eligiendo una constituyente antisistema.
Guardadas las diferencias, en Perú acaba de pasar algo similar. Si nosotros seguimos por donde vamos, parecería que pronto estaremos eligiendo entre miedo y rabia. Esto es lo que hay que evitar.
Hay quienes han tratado de convocar una alternativa desde la orilla de la “esperanza”, sin buenos resultados por el momento: miedo y rabia acaban asfixiándola. Las emociones son tan fuertes que nadie se detiene en los planes y propuestas. Por eso no podemos ser tímidos: hay que dejarles en claro a los electores que el miedo y la rabia nos acabarán destruyendo.
Si nos ponen a elegir entre otorgar un ingreso básico a punta de emisión monetaria –como proponen los amigos de la rabia– o bajarles los impuestos a los empresarios como solución a los problemas económicos del país –como plantean los promotores del miedo–, acabaremos ahogados por la inflación, en un caso, o desfinanciando la política social, en el otro. Al final llegaremos al mismo sitio: una debacle que pone en juego la supervivencia de la democracia.
La afectada clase media –que antes de la pandemia representaba una tercera parte de la población y ahora es una cuarta parte– será fundamental para construir la alternativa. Se trata de un grupo que ha perdido mucho, pero puede perder más si no se toman las medidas correctas. Es el fiel de la balanza entre los apoyos que necesitan los empresarios para invertir y generar empleo, y una ambiciosa política social que reduzca la pobreza –lo cual requiere mucho más que el asistencialismo–. Al no comulgar ni con la rabia ni con el miedo, es el grupo llamado a abogar por una alternativa.
La alternativa requiere más firmeza que debilidad –una firmeza para confrontar y oponerse a las malas ideas–. Y, sobre todo, más trabajo: hay que dialogar, construir soluciones y, en especial, lograr los consensos para transformar.
Un país que se debate entre el miedo y la rabia es inestable por una razón simple: sus promesas y propuestas son insostenibles. Un país que se encuentra obligado a escoger entre esas dos opciones deja de ser atractivo para la inversión mucho antes de que las elecciones decidan cuál de los dos sentimientos es el dominante.
Ahorrémonos desde ya problemas y comencemos a construir una alternativa que beneficie a empresarios, trabajadores y desempleados –una alternativa viable, que le permita a Colombia estar mejor aquí y ahora–.
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