El pasado domingo en Nueva York más de cuatro millones de personas, muchos jóvenes, estuvieron en la Marcha del Orgullo Gay. Me impactó, al igual que una ceremonia religiosa dominical con coros cantando ¿espirituales negros? en una iglesia bautista en Harlem, convertida en un punto de atracción turística. En ambas situaciones se expresaba la misma actitud: la reivindicación de la individualidad como la realidad única y verdadera, despojada de toda connotación social o de solidaridad. Expresiones diferentes de un mismo espíritu de individualismo a raja tabla
En la marcha el mensaje era claro: mi derecho de expresión libre por encima de todo que debe ser reconocido y respetado; es mi derecho y lo asumo a mi manera y ¿cómo me dé la gana? En el acto religioso, por su parte el mensaje se reducía, despojado de cualquier rastro de solidaridad cristiana, a un grito continuado de ¿Dios me ama? por encima de todo. Mi felicidad y mi éxito personal serían la única preocupación divina. En ese entorno afro y supuestamente religioso fue imposible no recordar los planteamientos sobre la dignidad y los derechos de los negros realizados y defendidos hace medio siglo por verdaderos pastores bautistas, como Martin Luther King, lo opuesto a los impostores y negociantes de hoy. Constituyeron el fermento y la fuerza principal de la lucha por el reconocimiento de los derechos civiles de la población negra norteamericana; una lucha que aún no termina.
Ambas experiencias dominicales dan pistas para entender el espíritu de crisis o de cambio de civilización que hoy domina a la humanidad y su difícil discurrir cuando solo cuenta el individuo sin consideración de circunstancia alguna de su entorno y mucho menos preocupación por el bienestar del resto de la sociedad.
Esa selva moderna donde cada uno va a lo suyo, donde solo se conjugan los verbos en la excluyente primera persona del singular, está poniendo en serio riesgo la continuidad de la experiencia humana. Detrás de la imparable crisis ambiental, más amenazante que el cambio climático, están en acción esos intereses individuales, sin freno ni limitación alguna esos intereses individuales, no solo de personas naturales, ante un Estado impotente o indiferente ante la lucha de intereses específicos que se libra ante sus ojos. Pero también está en juego la supervivencia de la convivencia básica sin la cual no hay sociedad posible, víctima de esta guerra de todos contra todos que se consideran con el derecho vivir como le venga en gana. La economía que acabó por abandonar su función histórica y ¿natural? de medio para satisfacer las necesidades de una población creciente y generar los empleos e ingresos suficientes y dignos que ésta reclama.
En el domingo neoyorkino, sentí que ese espíritu negativo en que se sostiene el débil andamiaje civilizatorio, asomó sus orejas en dos eventos diferentes pero inmersos en la misma atmósfera individualista y en el fondo profundamente antisocial, en que está sumida la sociedad y la civilización misma.