Amables lectores: el tejer sueños y cuentos, forma parte del encanto que para mí tiene la vida. Hoy les narraré una singular historia: Había una vez….. Un bello país bañado por dos mares con verdes cordilleras, exuberantes bosques y prosperas praderas. Adicionalmente y como si lo anterior fuera poco virginales y tupidas selvas, cantarinos ríos y cascadas, en fin, un prodigio de la naturaleza. Poblado estaba de gente laboriosa y buena.
Todo parecía ir muy bien como en cualquier cuento de hadas, hasta que un día los colonos descubrieron una extraña planta, usada por los aborígenes como producto medicinal y para lograr estados alterados de conciencia en sus rituales. Algunos pobladores empezaron a cultivándola como un lucrativo negocio, no importando la desgracia que para muchos acarreaba su uso y comercialización. Bajo el maléfico influjo de aquella cultivo-manía muchos extraviaron su norte y entraron al triangulo maldito de poder – dinero – placer, que parecía constituir la única razón de su existencia.
De allí, como si se hubiera abierto la caja de pandora surgieron: el crimen, el secuestro, la corrupción y cientos más de plagas sociales. Aquel hermoso país empezó a deteriorarse a pesar de todas las bellezas y riquezas que Dios les había dado. Nadie tenía verdadera felicidad. Era más fácil encontrar al Papa en un campo nudista en Roma que la felicidad en ese país.
Todos los habitantes vivían con zozobra porque en cualquier sitio podían estallar bombas. Aconteció que los ciudadanos que obraban como gobernantes influenciados por el maléfico embrujo o como en “el extraño caso del Dr. Jekil y Mr. Hyde” del escritor Robert Louis Stevenson, al llegar a los cargos de poder se trasmutaban, sufrían alucinaciones y se sentían y obraban como si fueran gigantes, arrasando bosques, ciudades y personas y a su vez veían y trataban sus gobernados como si fueran enanos. Solo los consideraban útiles para dos menesteres: pagar tributos, cobrándoles por desplazarse de un lado a otro de la ciudad llamándolo impuesto de rodamiento.
Otras veces argumentando desarrollo y progreso ideaban en la mente de sus amigos contratistas obras poco funcionales obligando a los enanos a pagar por diez o quince años un tributo llamado valorización, sobre obras todavía no realizadas y cuya liquidación lógicamente nadie entendía.
El segundo menester para el cual se requería a estas pequeñas criaturas era para celebrar unos risibles jolgorios a los que llamaban elecciones, mucho circo y poco pan, pues en pleno siglo XXI no existían buenos carreteables ni vías de penetración precarias eran la educación y salud y que no decir del medio ambiente con ríos contaminados de petróleo, con gente sedienta y sin castigo a los responsables.
Yo invitaba en mi columna a los enanos a unir nuestras voces y protestar por la desidia estatal. Aquí finaliza el cuento, ojalá en un futuro no muy lejano podamos decir: terminó el hechizo de la mala hierba y la diferencia de estaturas.