La gramática, aquella vieja ciencia que se dedicaba a estudiar el arte de hablar y escribir correctamente, ha desaparecido junto con los maestros, los libros, las costumbres y la decencia.
La morfología consolidaba la construcción de las palabras, la sintaxis las enlazaba y relacionaba apropiadamente, la semántica elaboraba los conceptos, la etimología conservaba su originalidad, la prosodia orientaba la pronunciación y el acento adecuado de las oraciones y, la ortografía, alineaba toda esa estructura de manera funcional y lógica.
Era el tiempo en que la vida era un sueño constante de verdades que sólo requerían del arte, para desatarlas de su nudo secreto y validar una tradición que ahora se está diluyendo, como todo lo bueno.
Qué hermosa era esa bondad clásica de la literatura que, a la vez que nos hacía soñar, nos deleitaba con esa herencia magistral y nos inspiraba a volar en las alas del lenguaje, a descorrer el velo de los valores de nuestra intimidad, para desplegar los sueños bonitos.
Las reglas, los preceptos, la comprensión del lenguaje, las normas y las construcciones lingüísticas, ennoblecían el uso del idioma y le aportaban elementos juiciosos para dotarlo de criterio gramatical.
Los profesores nos enseñaban a expresarnos con decoro, a moldear las ideas en su pureza, a corregir errores y a lograr una maravillosa descripción de nuestras emociones.
Era el tiempo maravilloso de los adjetivos querendones y la fluencia de ese rumor amoroso que nos hacía hablar y escribir con el corazón.