Belleza es imaginar la existencia en una regocijada alianza con los colores del arco iris, para bajarlos y sembrarlos en el alma -en una concha de sueños-, en cada despertar matutino.
Así, uno debe aprender a pasear por sus rutas elementales, por el aroma de los jardines, o las escuelas de trinos de los pájaros cantando el pentagrama del amor en sus gorjeos y trenzando sus nidos pico a pico.
O sentir en las flores el asomo de aquellos pensamientos bonitos que miran la tonalidad que se duerme en ellas e ilumina el sol, antes de salir cada mañana a caminar entre las estrellas dormidas.
La belleza es un esplendor que surge de los escondites mágicos donde se halla el espejo infinito de los secretos de la libertad y comienzan a mostrarse en una aurora, o detrás de la huella que nos traza el misterio, con el rumor envolvente de las ilusiones que, únicamente, entiende el silencio.
En esa solemnidad maravillosa, uno descubre cualidades que sólo la eternidad enseña, como la de raptarle un pensamiento a la esperanza y cobijarlo con los ojos para sentir que la vida no posee pasado, ni presente, sino horizontes azules que sólo se advierten al intimar con los espejismos del destino.
Entonces uno presiente esa dimensión inmortal que cae -lentamente- del tiempo en el polen que vuela de flor en flor, o se nutre de la velocísima seducción de los colibríes para caer en un lecho de pétalos e imaginar la memoria como una ceniza de recuerdos que viene con el viento.