En numerosas ocasiones, tenemos la sensación de haber vivido momentos repetidos, que se han sembrado adentro, quizá esperando turno de ilusión para acatar nuevamente el porvenir. 

Son como un recordatorio de que uno debe merecer las batallas que le presenta la vida porque, si no, sería más fácil dejarlo todo en manos del destino, sin ejercer ese derecho a competir -con humildad- por la opción voluntaria de dejar pedacitos notables de su propia historia en el camino.

Lo vital es ir corrigiendo el pasado para entender el tiempo que transcurre, aparentemente largo, complicado, pero que, en el fondo, sólo posee un solo instante valioso, aquél en que uno sabe quién es.  

El error es combatir en la oscuridad, sin ansiar el momento de luz, o percibir la señal silenciosa que nos despierta de la apatía y nos deja ver la lucidez de esa visión del futuro que destella una única vez.

Sin embargo, ni el espacio visible, o el tiempo perceptible, son la medida perfecta, ni lo es el universo; son los sueños, la inspiración que nos despoja de la estrechez del cuerpo y nos abre a los puntos que recorren el círculo de la vida.

Lo ideal es buscar una redención del vacío de ser mortales, porque nada es que no haya existido y pronto vuelva a ser otra vez y, a veces, uno se imagina que avanza y resulta que va hacia atrás.

Solo vale esmerarse en el asombro constante y en la necesidad de sentir que uno es capaz de proyectarse en las ideas eternas.