En su huella circular, la vieja rueda del tiempo recorre el encuentro y el desencuentro, el pasado y el futuro, y sugiere una brecha de intimidad –el presente- que nos anima a sincronizarnos con el espíritu.
El tiempo, semejante a un caracol que se recoge en ciclos de años, o siglos, tiene pausas para ordenarse y fluir, y recorre su rastro tejiendo emociones humanas, especialmente nostalgias, o danzando recuerdos en el alma.
Nos anima a penetrar-con el pensamiento desplegado- en la magia del infinito, para hallar los fundamentos de la enseñanza silenciosa, magistral y majestuosa, de los designios universales.
En sus principios de permanencia, sucesión y simultaneidad, se alojan las nociones de la sabiduría y la inmensa reserva de sueños para revelar, e interpretar, la distancia entre las épocas del mundo.
El secreto para comprenderlo está en atisbar aquellos instantes que siempre tienen vigencia (¿inmortales?), que son como vigías de luz para vislumbrar el sendero que siembran los pájaros en coloquial bandada.
El tiempo es una estrategia del destino para indagar por la certeza fascinante de los misterios e inducirnos a pensar en la génesis de la eternidad, más allá de las permutaciones posibles antes de alcanzar su plenitud.
Y se fragmenta en días que son como vueltas de espiral en el tránsito de la vida o, al menos, enlazan la esperanza de resolver gradualmente los acertijos, para indicar la salida del laberinto de la ignorancia.