La geografía me asoma a la fantasía y me deja penetrar en el universo sublime de la lejanía para sentir su huella, buscarla, tocar sus espacios perdidos e, incluso, intuirla como un inquietante misterio del destino.

Ese enigma de la distancia es una sugerencia constante de ilusiones, me enseña a elevar mis ojos como águilas del pensamiento, a trazar la ruta de mi esperanza y a hacer del viento mi casa, con un compás entre mis sentimientos y una estrellita de mar en la mirada. 

Se me ha vuelto una aventura maravillosa el estudio de la geografía y, como antes se hacía, sigo con el dedo los mapas, ubicando las historias, las novelas, o cualquier texto que leo, con la imaginación desplegada para buscar anhelos viejos y sembrarlos en mi tiempo espiritual.

A mi pasión por el Oriente Próximo, alrededor de Mesopotamia, he dedicado años, para atisbar el eco de las caravanas de los peregrinos, o sus viajes por el Mediterráneo, las peripecias de nómadas en el camino del sol, o de la luna, a lomo de caballo o de camello, enamorados de su destino errante.

A la Polinesia la acecho en una pequeña barca, navegando entre el surtidor oceánico de islitas enlazadas por horizontes breves, con una metáfora muy mía, esplendorosa, para pensar - con alivio lento -, en el asombro y en las inmensidades que surgen del Pacífico, o del Índico.

Aunque sea de mentiras -como otrora jugábamos (yo aún)-, aliento mi corazón a avanzar en los sueños, con el faro de la nostalgia por guía, para descubrir el mundo y dibujar el ritmo de la perplejidad.