La luna de la madrugada es serena, ideal para tender un manto de esperanza- parecido a la quietud de las galaxias- y dejar que la mirada se cuelgue de la luminosa bondad de sus instantes mansos.
Armoniosa y seductora, aborda movimientos celestiales y se va mostrando en sus límites, en sus fases misteriosas, aquellas que poseen un orden supremo y lógico que sólo los sueños pueden explicar.
¿Será la luna el umbral del equilibrio emocional del mundo? Creo que sí, porque reta al ser humano a ser sabio, a sentir que, si la mira con humildad, aprende de su reposo que la nostalgia es una hondura sentimental, desde la cual se absorbe la supremacía de lo bello.
Desde su forma circular a veces se torna media, provocadora, otras menguante, creciente, nueva o llena, para proyectar las formas del infinito e ir revelando alguno de sus secretos, como el porqué de su soledad, o de su silencio, o de esa génesis fascinante y astral que nos abruma.
Y trasmite gotas frescas –de luna- al pensamiento, para caminar en la sombra, alumbrarla y abrir paso a la sabiduría, para aliarse con las estrellas y fundirlas, como consciencia de vida, en el reflejo del universo.
Algunos creen que el destino se inspira en ella, según alinee, o no, sus caras directas y opuestas en cada pregón de un próximo amanecer, en las leyendas misteriosas y bonitas de la luz difusa, o en el fascinante regalo de la noche, bajo la huella azul de las ilusiones sembradas en el horizonte lunar.