Este 2020 va haciendo historia de la grande, con eventos que marcan un antes y un después. El mayor sin duda es la pandemia y todo lo que significa, revuelca, cuestiona. Pero hay otro terremoto, local, cuyos tremores empezaron a ser registrados cuando hace dos años la Corte Suprema de Justicia llamó a indagatoria a Álvaro Uribe, el político colombiano con el mayor volumen electoral de los últimos veinte años; votos de él no de un partido.
Ese día pensé, empieza el derrumbe del mito de Uribe; durante años fue un mito para sus incondicionales seguidores al igual que para sus infatigables detractores. A los personajes mitificados como él, cuando los tocan, aunque sea levemente, su imagen de invulnerables se derrumba, la de seres intocables que están por encima de los demás.
Uribe fue el Presidente de la guerra que como tal terminó con la firma de la paz, aunque no puede decirse lo mismo de la violencia. El Uribe guerrero empezó entonces a salir del escenario. No hubo entonces un Uribe capaz de reinventarse. Su fuerza de otros tiempos se disipó con las Farc desarmadas.
Eran los días de la burla al recién electo y posesionado presidente Duque: que marioneta de Uribe, que marranito, que si era incapaz o bobo. Pensé en lo equivocados que estaban porque Duque tiene un talante Turbayista engañoso pero que en política funciona: sabe navegar sin hacer oleaje. Puede incluso terminar siendo el presidente indicado para una transición política como la que el país necesita realizar. Las encuestas empiezan a señalar esa discreta realidad.
Álvaro Uribe sabía lo que le esperaba en el frente judicial y empezó a desentenderse tanto de su actividad en el Senado como del apoyo político a un gobierno en cuya elección había sido un actor fundamental. No lo sorprendió la decisión de la Corte Suprema - tal vez sí lo de la medida de aseguramiento completamente innecesaria dada su persona y representatividad -. Sus amigos y enemigos apenas están digiriendo el significado y las implicaciones de un hecho que habrá de cambiar de manera fundamental el escenario político en medio de un ambiente donde las razones escasean y las pasiones abundan.
Hacia delante hay dos posibilidades: o se exacerban los ánimos y la polarización alcanza niveles demenciales y en el límite hasta inmanejables; en las extremas hay sectores que podrían estar interesados en provocar una tal situación. O se deja a la justicia actuar de manera responsable y jurídica, lo cual podría bajar la crispación reinante y le abriría el camino a un acuerdo o al menos a un entendimiento nacional, necesario como nunca para enfrentar los desafíos de las transformaciones reclamadas por la pandemia. Además, el sistema de justicia actuando de manera ética y jurídica, podría reivindicarse con un país que dejó de creer en ella.
La política va a cambiar y mucho; y no solo la política de partidos sino la aproximación y comprensión de años duros, oscuros y tremendamente destructivos que hemos vivido, en grados diversos. Uribe llega ante la justicia por un evento significativo en términos jurídicos pero de menor importancia para entender el fondo del conflicto colombiano, con sus mil rostros, motivaciones, procedimientos y actores, y ello no porque el expresidente sea responsable de todo lo sucedido, sino porque no hay mejor testigo con lo mucho que tiene para aportar. Fundamental que la responsabilidad para juzgarlo esté en cabeza del sistema de justicia del país, tan resquebrajado y criticado que enfrenta la responsabilidad de recuperarle a la justicia su maltrecha majestad.