Las abuelas tupían los retazos de la vida que iba pasando y, así, deslizaban los hilos por sus costuras, como si en el envés y revés de sus manos, bordaran trocitos de cada uno de aquellos a quienes amaban.
Eran de colores las cosas entonces, bonitas, felices de ser muy sencillas, porque tenían el sello ingenuo de la naturaleza añadido a su gracia, a la sombra de las menudencias de un tiempo que se medía en horas largas, colgadas de un antiguo reloj marrón -de pared- que tocaba campanadas.
Había jardines, matas abundantes, gotas de agua titilando en sus hojas, sonrisas de flores, pájaros, niños que eran niños más años y un silencio alargado de crepúsculo en las tardes soñadoras de las familias, reunidas en los frentes de las casas a conversar y tomar el fresco.
Y los padres sabían que era un deber conservar el orden y, los hijos, que era imprescindible corresponderles, en una sucesión maravillosa de ilusiones que se trasmitían de una generación a otra.
Las niñas tocaban el piano en las salas de los caserones y aprendían a tejer, a hacer dulces de platico, a tocar castañuelas, a hacerse lindas trenzas y a saberse excepcionales madres en potencia recibiendo la posta.
En las radiolas sonaba el eco de canciones románticas y las noticias -deliciosamente retrasadas- se escuchaban en enormes radios de tubo.
Luego, de seguro, llegaba el cartero y bullía la carrera de todos, la que anhelaba al ausente o, quizá, un amor que se asomara en cartas aromadas: todo finalizaba cuando el viejo sereno pitaba anunciando la noche.