Algunos candidatos, incluso aunque en su contra cursan serias acusaciones, han hecho de la corrupción la columna vertebral de sus discursos de campaña. Pero ninguno aterriza en políticas y acciones concretas ni se asoma siquiera a abordar el serísimo problema de la administración de justicia. Y ocurre que sin un eficaz y transparente sistema judicial no habrá éxito posible en la lucha contra los corruptos.
Nuestra justicia está aquejada por muchísimos problemas. Es compleja y burocrática. Mientras que Estados Unidos, con 327 millones de habitantes, tiene una única corte, con nueve magistrados, Colombia, con 49 millones, tiene seis altas cortes con 129. La idea de una sola corte es controversial, pero tampoco dudo de que lo que tenemos hoy es insostenible e injustificable.
El sistema, además, es costosísimo. La rama cuesta 5,648 billones de pesos y tiene un presupuesto de inversión de 580,8 mil millones. La Fiscalía, sin Medicina Legal, 4,872 billones de los cuales para inversión son 139 mil millones. La JEP vale 374,9 mil millones de pesos. El problema no es plata.
Es altamente ineficiente. Y, como resultado, moroso. Justicia lenta no es justicia. Un juez norteamericano es siete veces más productivo que uno colombiano. Por cierto, no es que haya pocos jueces. El promedio es similar, once jueces por cada cien mil habitantes. Para el 2020, Colombia tenía 5.874 jueces, 4.866 fiscales y 3.807 defensores. Pero para el 31 de diciembre 2019 reposaban en los despachos de los jueces un total de 1’884.088 casos por resolver. Hay que automatizar la rama, en lo que se han malgastado decenas de millones de dólares, sistematizar los procesos y continuar la simplificación de los procedimientos. Y hay que resolver el tremendo problema de la inseguridad jurídica resultante del activismo judicial.
La corrupción está enquistada en las más altas esferas. En el infame cartel de la Toga están vinculados tres ex presidentes y varios magistrados de la Corte Suprema. Los falsos testigos son otra realidad. Y el mal ejemplo de la cabeza se extiende por tribunales y jueces. Es indispensable establecer un nuevo mecanismo para la investigación y el juzgamiento de magistrados. Y hay que hacer un enorme esfuerzo para mejorar el sistema de formación y la ética de los abogados
Para rematar, la decisión de la Corte Constitucional sobre los “pilares de la Constitución”, que sus magistrados definen caprichosamente, ha significado la erosión al sistema democrático y un traslado de hecho de las competencias del legislativo al judicial. Hoy las principales decisiones políticas dentro del Estado no se toman en el Congreso sino en la Corte. El resultado ha sido la politización del sistema judicial y una feroz caída en la calidad de los magistrados que son escogidos por sus afinidades ideológicas con el gobierno de turno y no por sus cualidades como juristas. En su versión más dañina, la politización de la justicia ha devenido en el gobierno de los jueces del que se ufanara algún presidente de la Suprema.
La otra cara ha sido la judicialización de la política, la instrumentalización del sistema judicial para derrotar vía los tribunales a los contradictores políticos o ideológicos. Un sistema perseguidor de algunos, con flagrantes violaciones a sus derechos más fundamentales, y alcahuete hasta la complicidad con la conducta delincuencial de los políticos que les son afines.
Desde el horror del asalto del Palacio de Justicia por el M-19 la rama nunca volvió a ser la misma. Su imagen y reputación están por los suelos. Es indispensable su reforma profunda. No se ve, sin embargo, el candidato que se atreva a proponerla.