Si el corazón aprende a ser duende, genera una nostalgia bonita que lo hace envolverse en una orilla de su caracol íntimo, o en la seda de una mariposa imaginaria enamorando una orquídea.
El pensamiento se vuelve lluvia serena -rumor lento de añoranzas -, saborea su manjar de frescura y acaricia la melancolía, también bonita, esa que ha guardado ausencias, encuentros, amores, despedidas y uno que otro sueño que se colgó para siempre de la esperanza.
Entonces siente que se acurrucan los recuerdos y conversan con aquellas voces del alma que salen de sus rendijas a pasear por la soledad, a escuchar el eco de la belleza de las flores, a caminar por los colores en un interludio en azul (un interludio musical es una pieza corta en medio de una composición mayor).
Corazón y pensamiento cruzan un puente viejo, de madera y lazos colgantes, trenzado con los cordajes de todas las ilusiones, para que no se pierda ninguna, al menos hasta que la huella del camino indique que la fantasía comienza a declinar y la memoria esconde algunos de sus secretos.
Y se llenan del hechizo que sólo se da cuando el espíritu descansa, el silencio se calla aún más –profundo y denso- y el viento espera en un rincón a que la magia suceda completa y se despliegue la red para atrapar emociones.
En el espejo del tiempo uno ve escrito su nombre, su historia, y comprende que debe reanudar la marcha, amarrar los sentimientos a las alas de una bandada de pájaros migrantes y descender -por el arco iris- hasta encontrarse con la olla de su propio destino.