La vida va recogiendo sus alas en vuelo y anhela posarse cada mañana en una esquina del corazón, donde debe sembrar, cada día, su don de soñar, en esa región sagrada del alma donde se esconde, tímido, un rayo de luz. 

Hasta cuando uno no encuentra ese sendero, en el tiempo, y no le apuesta a una visión de las estrellas, no se convence de la razón bonita de los ideales ni puede engendrar nuevas ilusiones.

Es la fuerza espiritual que embellece y cualifica la renovación, que hace nacer aquél sueño esperado, converger las emociones, los actos y las versiones del amor, hacia una maravillosa serenidad. 

De esas cosas bellas vivimos los románticos, de ellas desprendemos la luminosidad blanca para intentar la armonía interior, para estrujar la verdad hasta hacerla confesar su esencia e implorarle que se plante en nuestra intimidad, para protegernos y descansar en el silencio.

Es un aprendizaje humanista que nos hace ignorar menos y sentirnos aptos para distinguir entre lo que está muriendo y lo que nace, orientar con proa de arco iris la intuición hacia momentos, lugares y personas que nutran el núcleo de la dignidad.

Los idealistas poseemos un mejor sentido de las diferencias y lo cualificamos todo, para sublimar el ritmo de perfeccionamiento, acrecentar su fuerza y uniformarlo en un solo devenir: la misión de dar luz a la sombra que oculta el más allá. 

Aspiramos a ser más que una piel y a evidenciar un modelo de estabilidad que guarde los ideales en un redil íntimo y los deje yacer en la placidez de una esperanza, casi universal.