Trepando por la cuesta de mis sueños, en una vieja carreta de madera, buscaba un pueblo dónde estar bien y supe de caminos, de casitas de aquí y de allá alojándose en la montaña, envueltas en un manto de niebla protectora.
Qué bonito se vuelve el paisaje cuando uno quiere verlo -o imaginarlo- así, natural, con la ilusión de sentir que, en el reposo, el corazón se duerme en un recodo y que abajo o arriba de la loma, la mirada capta los tonos de los colores en las alas de cualquier pájaro y adivina cómo se cuelgan de azul en un tejado de nubes.
¿A dónde ir? Quizá a una mañana sombreada de nostalgias gratas, de aquellas que cuentan de cultivos, o de animales, de chimeneas ascendiendo por el humo manso del hogar, hasta el cielo de una soledad y de un silencio -tan solemnes-, que se asemejen a la distancia, a la delicia de estar uno consigo mismo, añorando conocer la medida exacta de las lejanías.
Al atardecer, mientras asomaba un crepúsculo demorado, la vieja mula buscó un árbol ancestral y yo me quedé allí, asomado a mi esperanza de que la noche tejiera de luz mis anhelos y, en algún rincón del paisaje, en la sencillez de una aldea escondida, una ronda de mariposas me indicara la ruta a seguir.
Del cerro bajó la rotunda decisión del viento: esperar, siempre esperar, hasta que el mismo cansancio lo indique, con la sumisión errante del viajero que escucha una tonada que trata de hacerlo libre.
Algún día, mi alma se posará, junto a los libros de mi carreta, en el espejo de la fuente serena que retrata una estrella, dichosa ante esa perplejidad dadivosa que emerge bajo el techo rojo de la casita campesina que siempre soñé.